lunes, 6 de mayo de 2013

El cadáver que devolvió la bofetada

Javier Diez Canseco conservó
aun muerto la dignidad que
lo acompañó toda su vida

Por disposición suya quienes quisieron asestarle una artera puñalada al suspenderlo de su función en el Congreso, recibieron la bofetada de la dignidad que les asesta desde la eternidad en que se encuentra, quien fuera el congresista honesto, valiente y culto que levantó el nivel de la política peruana, ahora infelizmente huérfana de él.  
Su cólera contra la injusticia le daba espacio a la risa
Estoy hablando de Javier Diez Canseco, “el cojo” Diez Canseco, líder socialista, quien alguna vez –creo que la única– propinó un puñetazo a un parlamentario como él, que se había atrevido a mentarle la madre.

Fue el mismo a quien le hice una entrevista en la década de los 70s, durante la dictadura de Juan Velasco, que no salió publicada porque era demasiado incendiaria, aun para la época.

Fue el mismo, de quien dijera un colega aprista “Allí va el cojo Diez Canseco a sembrar su veneno”.

El colega y yo cumplíamos una misión periodística por aquella misma época, en el Villa María del Triunfo de los invasores, un arenal con unas cuantas manzanas de casas y pobladores con muchos deseos de vivir como seres humanos.
 
Allí iba, en efecto, Diez Canseco, arrastrando la pierna y llenándose los zapatos con el polvo del arenal, a "sembrar su veneno", a prodigar a los habitantes del naciente distrito lecciones de rebeldía para conseguir el nivel de hombres a que tenían derecho. 
Rabiaba contra la inmoralidad
En realidad, fueron pocas las veces que tuve la ocasión de ver y cruzar palabras con quien acaba de morir, víctima del cáncer que no perdona.

Lo encontré en Arequipa, en la puerta de la entonces famosa picantería La Mundial. Él salía acompañado por dirigentes de la Federación Departamentalde Trabajadores de Arequipa (FDTA) y yo entraba. Cuando me vieron acercarme, dos de sus acompañantes intentaron cerrarme el paso, pero yo avancé: “Diputado, buenas tardes”, saludé.

Me reconoció: “Hola”, respondió, “¿qué hace usted aquí?”.

“Estoy en misión periodística, don Javier”.

Nos estrechamos las manos. Era efusivo, sabía reír. “Quién hubiera pensado que nos íbamos a encontrar aquí, precisamente aquí”, mostró la puerta de la picantería.
Su vida fue una lucha permanente
Después lo he visto miles de veces en la televisión, escuchado sus intervenciones y asistido a aquella vergonzosa votación en que lo suspendieron por un supuesto conflicto de intereses, que él se encargó de refutar sin éxito, porque quienes estaban interesados en manchar su trayectoria incorruptible, maniobraron para que fuera sancionado.

Se arrepintieron, le mandaron mensajes que él rechazó con dignidad y, en sus últimos instantes, dejó disposiciones para que la hipocresía de muchos se quedara en la puerta de aquella vieja Casona de San Marcos donde miles de personas le dan su saludo del adiós definitivo.

Lo primero que rechazó su cadáver rebelde fue la ofrenda floral que el presidente del mismo Congreso que lo suspendió, quiso poner ante su féretro.  
Prohibió la entrada a la hipocresía
Lo segundo fue prohibir que los 55 parlamentarios que se confabularon para maltratarlo y quisieron, sin lograrlo, exponer su imagen como vulnerable a la corrupción y al interés personal, ingresaran a su velatorio.

Así, el cadáver no siguió muriendo como en el decir de Vallejo, sino que se levantó y echó a andar para hacer saber a quienes intentaron abofetearlo, que no ponía la otra mejilla sino que respondía con un puñetazo a aquellos que trataron de empañar su imagen.

No coincidimos en política donde el hombre es lobo del hombre. Sí admiré su permanente búsqueda de la decencia en la política, que se verá de hoy en adelante empobrecida con su ausencia.  

En recuerdo de esa amistad no tan cercana, por sus gestos llenos de dignidad que desairaron las limitaciones físicas, don Javier, diputado de la nación, congresista de la república, político sin mancha, mi saludo y mi deseo para que la paz que no encontró en la vida, la encuentre en las amplias alamedas de la eternidad.

Luis Eduardo Podestá

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