Sobrevivimos, mi hijo Luis y yo,
gracias a una experiencia de
atención
médica virtual entre Arequipa y Lima
El
coronavirus atacó a la familia
a pesar de
todas las precauciones
Desde principios de
este feroz año que termina, cuando apareció la pandemia de coronavirus, mi
familia y yo adoptamos todas las precauciones posibles y acatar las
disposiciones del gobierno, para conjurar el riesgo de un ataque del
coronavirus que estaba causando muertes por decenas en el país.
El autor y sus hijos Luis, Gonzalo y Sergio
Decidimos, por acuerdo
unánime, muy a nuestro pesar, mantenernos en estricta cuarentena, lo cual
significaba que los padres, mi esposa y yo, y los hijos que viven en el hogar
paterno estuvieran separados de quienes habían formado su propia familia.
Las visitas entre unos
y otros estaban prohibidas y solo permitidas cuando había verdadera urgencia,
lo que para satisfacción de unos y otros, no se produjo durante los meses que
corrieron de marzo a julio.
Y llegaron los finales
días de julio con sus naturales ajetreos por fiestas patrias y la intención de
atender cosas que durante los meses anteriores fueron dejadas de lado.
La primera infracción
Se produjo la primera
infracción el domingo 19 de julio y bajamos la guardia, con la visita de
Gonzalo, Pavel y mi nieta Ana Gabriela, a la casa de Roxana, para ver a la
queridísima sobrinita de los primeros, mi nieta Adriana, con la cual solo había
habido contactos telefónicos esporádicos.
La familia reunida
Nos parecía una
injusticia que Adriana, de entonces de cinco años, amiga de los correteos por
los parques cercanos a su domicilio, estuviera tantos meses encerrada en su
departamento con solo el contacto con el exterior de sus clases escolares virtuales.
Se recordará que el
gobierno mantenía mes tras mes la severa cuarentena que dejó encerradas en sus casas
a las familias y solo las fuerzas armadas y policiales podían circular por las
calles para detener a los infractores.
El lunes 20 de julio,
Gonzalo sintió los primeros síntomas de un resfrío, pero no les prestó atención
y mantuvo sus ocupaciones habituales, entre ellas, sus visitas a la casa
paterna, a pesar de que su “resfrío” se agravó.
El jueves 23 vinieron
Roxana, su esposo Arturo Loli y su hija Adriana para pasar el fin de semana, y
Gonzalo, aunque se sentía mal, sacó fuerzas para armar un nuevo mueble para un
televisor. No se quedó a almorzar. Reconoció que estaba mal y se fue a su casa.
Vinieron a pasar el fin de semana
Reunión de la gran familia
Habíamos programado una
parrillada para el sábado 25 de julio, como anticipo de las fiestas patrias que
habríamos de pasar cada uno en su casa.
Gonzalo no asistió
porque ya se sentía mal. Solo vinieron su esposa Rita y su hija, mi nieta Allison,
de 14 años.
Fue una ocasión para una
reunión de todos los demás miembros de la gran familia: Sergio, su esposa Ana,
y sus hijos Sergio, Ana Gabriela y Alejandra Michelle, Roxana y su esposo
Arturo con su hijita Adriana, la “bebé” de todos.
Y por supuesto, estaban
presentes Luis, el hijo mayor y Pavel, el menor, y recibimos las llamadas de
Beatriz, desde Münich, Alemania y de Álvaro, desde Arequipa, que quisieron
estar presentes en esa forma.
Rita y Allison
sintieron las primeras molestias traducidas en dolores de cabeza la víspera de
la fiesta nacional y al día siguiente, 28 de julio, Gonzalo comenzó su
tratamiento contra el covid-19, atendido a la distancia por el doctor Ramírez,
médico de la familia.
Pasaron a través del mal sin problemas
Lo extraño de todo es
que Gonzalo daba negativo en las pruebas que le hicieron y recién el 3 de
agosto dio positivo. Para entonces, varios miembros de la familia comenzaban a
dar muestras de haber sido atacados por el virus.
Ese día comenzó el
tratamiento a distancia. El doctor Alex San Martín, patólogo clínico y su
esposa, y su esposa, la doctora Mayra Belly Chirinos, que se encontraban en
Arequipa, su lugar de residencia, comenzaron por Gonzalo y después habrían de
atender a toda la familia.
Tratamiento a distancia
Mi esposa y yo,
comenzamos a toser y, más tarde, dijeron que así también se manifestaba el
contagio, me atacó lo que el doctor Ramírez diagnosticó y trató como una
conjuntivitis que se inició en el ojo izquierdo y luego pasó al derecho.
El 4 de agosto ya era
indudable que el virus había invadido la casa con toda su fuerza. Las consultas
y respuestas entre quienes vivimos en Lima y los doctores San Martín y Chirinos
se hicieron más que frecuentes y a cualquier hora del día o de la noche.
Los únicos que se
salvaron del ataque del covid-19, fueron mi hija Beatriz, quien vive en Münich
y Álvaro, quien reside en Arequipa.
Beatriz, aquí con su esposo, Erik, preocupada desde Europa
Atendimos las recetas giradas
por el doctor San Martín, y seguimos minuciosamente todas sus indicaciones,
consistente, por lo menos en que tocaba a mi hijo Luis y a mí, en una serie de
inyecciones durante ocho días.
Yo padecía una afonía
muy severa, a tal extremo que mi voz no se escuchaba a un metro de distancia.
Debí tomar remedios para la garganta y progresivamente, mi voz se fue aclarando
hasta recuperar, después de una semana, su claridad habitual.
Podía decirse que los
doctores San Martín y Chirinos fueron los médicos de cabecera de la familia a
cuyos numerosos miembros atendieron con certeza y oportunidad, de modo que no
sufrimos ninguna pérdida fatal, sin requerir, asimismo, de la atención de
organismos oficiales de Salud.
Oxígeno a domicilio
En uno de esos
episodios impensados, Sergio se llevó a mi esposa a su casa
el 6 de agosto para
protegerla de un eventual contagio. No habría de volver sino el 20 de
setiembre, cuando la recuperación de todos los enfermos era una realidad.
Se pasó una noche entera en la cola
En el curso de los
peores cuadros, nuestros médicos, a quienes agradeceremos eternamente, aconsejaron
la compra de una máquina de oxígeno, vista las penurias que la gente padecía para
conseguirlo, no solo para aliviar mis padecimientos respiratorios, sino para
atender a algún otro miembro de la familia.
En efecto, también
sirvió para Luis, mi hijo mayor, con quien sufrimos la pandemia en nuestra
casa.
La compra de la máquina
no impidió que mi nieto Sergio formara una extensa cola en espera de un balón
de oxígeno e hiciera cola una noche entera ante un establecimiento de venta del
producto.
Contaba más tarde,
divertido, que para protegerse del frío de la noche mientras la cola avanzaba
lentamente, se cubrió con una frazada la cabeza. En un momento determinado, la
cola cambió hacia la otra vereda y él también se trasladó para no perder su
lugar.
En algún momento de la
noche, la cola volvió a su posición original y él ¡estaba dormido, cubierto por
su frazada! No perdió su sitio porque cuando despertó, horas más tarde, lo
recuperó.
Así compró la botella
de oxígeno que le encargaron y en cuya posesión se encuentra hasta ahora a la
espera de una eventual emergencia.
La verdad es que Luis y
yo fuimos los más graves. Casi todos los demás miembros de la familia,
sufrieron esporádicos dolores de cabeza, fiebre y cansancio, pero no
requirieron de atención que los echara a la cama.
Yo, el peor
Me parece que yo, por
mis años y mi sobrepeso, fui el que se encontró en mayor peligro. Mi hijo Luis
se recuperó prontamente y solo tuvo necesidad de la maquinita del oxígeno un par
de veces.
Una maquinita que latía como corazón desbocado
Yo sí la disfruté.
Recuerdo que un día
desperté, creo que ya era entrada la tarde, y me encontré con que mi hijo
Sergio me acomodaba una sonda, el “bigotito” abastecedor de oxígeno en la nariz
y me preguntaba si estaba cómodo.
Más adelante, cambió el
“bigotito” por otro tipo de sonda que abarcaba las dos fosas nasales, se
adhería a la nariz y permitía un mejor flujo del oxígeno a los pulmones.
Durante los días en que
estuve en cama, me parece haber estado inconsciente un tiempo indeterminado.
Por lo menos, lo que recuerdo, es que cuando desperté me encontré con Sergio
que me colocaba la sonda de oxígeno en la nariz y comencé a escuchar el ruido de la máquina, como el desordenado latido de un corazón fuera de
control.
Los primeros días de
convalecencia me permitieron comprobar que había adelgazado como nunca, de tal
modo que cuando levantaba la mano, el reloj pulsera se me corría hasta la mitad
del antebrazo, y debí correr tres puntos a la correa del pantalón.
Pero gracias a las
suculentas y poderosas sopas que me preparaba Ana y que su esposo Sergio o
alguno de sus hijos, me traía religiosamente cada mediodía, logré recuperar mi
antiguo peso, a tal extremo que he retomado un régimen para bajar algunos kilos
de más.
El ataque del
coronavirus sirvió para saber hasta qué punto la solidaridad de cada uno de los
miembros de mi familia, se hizo tangible para atender en forma precisa,
oportuna y generosa, a quien lo precisara, algo que nos hizo sentir a todos,
que nuestros lazos son indestructibles y lo serán siempre, mientras nos asista
la suerte de vivir.
(Imágenes de archivo de
Podestá te cuenta-www.podestaprensa.com)
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