Episodio
de una novela de Luis
Podestá
a propósito de la cocaína
disfrazada
de harina en Argentina
El
descubrimiento de una red de narcotraficantes que guardaba 389 kilos de cocaína
nada menos que en la embajada rusa de Argentina, y que durante las investigaciones
fue remplazada con harina para engañar a los responsables, me ha traído a la
memoria un episodio real, ocurrido en Arequipa hace muchos años y que
reproduzco, con licencias de ficción, en mi novela El señor de los temblores.
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Convertida en bicarbonato por arte de magia |
Allí se
cuenta cómo un kilo de clorhidrato de cocaína se convirtió en un inocente kilo
de bicarbonato de sodio.
Advierto
que los nombres de los personajes han sido alterados porque aún deben existir
sus descendientes en la ciudad de Arequipa. Pero el hecho fue absolutamente
real, repito. La versión que sigue ha sido editada por razones de la extensión
del texto original.
“En
medio de esos agitados tiempos, por casualidad, un policía que se aprestaba a
dar una carga con otros diecisiete compañeros contra un amorfo cordón de
revoltosos, descubrió a un transeúnte sospechoso, tus papeles, mierda, le dijo
amablemente y una milésima de segundo antes de que el hombre metiera la mano en
el bolsillo para sacar sus documentos, le cayó un varazo de precaución que lo
tiró al suelo de piedras pulidas del Portal de Flores y allí saltó el paquete.
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Uno en la multitud |
“Era de
un kilo, calculaba el guardia Rafael Pomareda, que lo levantó y lo pesaba
meciéndolo en la mano izquierda, mientras en la derecha blandía el garrote de
medio metro de la ley que era el símbolo de su autoridad.
“Pero
en ese momento, dos hombres de civil, se acercaron y le mostraron sus insignias
y uno de ellos gracias, colega, dijo, le quitaron el paquete, lo estábamos
siguiendo, dijo el otro inclinándose para acariciar la cabeza del caído y
comprobar que vivía, nos ahorró el trabajo, gracias, colega, pesó también en su
mano el paquete envuelto en hojas de papel periódico, por lo menos un kilo,
comentó, y se llevaron al detenido hasta la calle Mercaderes donde esperaba un
coche policial.
“En la
central de la policía de detectives de la avenida Goyeneche, el hombre no
esperó que le cayera la segunda cachetada. Confesó todo. Un desconocido le
había dado el paquete cuando esperaba el momento de abordar el autobús que lo
trajo de Puno, le invitó un almuerzo como no había comido en muchos años, también
le invitó un par de cervezas y le pidió que le hiciera el favor de llevar este
paquetito, que no era tan pequeño sino de regular tamaño, a don fulano de tal,
propietario de un establecimiento comercial en pleno centro de la ciudad, en la
calle Mercaderes.
(…)
“Los
detectives encargados del interrogatorio no quisieron tocar más al hombre,
descansa, muchacho, le dijeron, se fueron a la oficina del jefe y le
preguntaron de sopetón como quien informa del descubrimiento de la cara oculta
de la luna, jefe, ¿sabe quién es el dueño del paquetito?, el jefe los miró con
ojos interrogantes sin decir una palabra para no arriesgarse a una equivocación
y ellos dijeron a coro don Abdel Murrafash.
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Lo llevaron a la dependencia policial |
“El
jefe no quiso aparentar una sorpresa, pero la mención del nombre fue más
poderosa y abrió los ojos, no me jodan, dijo como para sí mismo, así es, jefe,
prosiguió un detective, don Abdel Murrafash, (…) mientras el jefe se rascaba la
cabeza y daba la impresión de no saber qué hacer porque el próspero comerciante
don Abdel Murrafash, benefactor de medio mundo, era también protector de la
policía, institución tutelar de la patria a la que había hecho frecuentes
favores en general y a cuyos jefes en especial hacía regalos inolvidables
durante los aniversarios dignos de recordación, como cumpleaños, navidad y año
nuevo, carnaval y fiestas patrias, por lo que el empresario estaba (…) en la
primera fila de invitados junto a los altos jefes (…) , porque aparte de esa
tarea, era presidente de una organización de apoyo a través de la cual, la
autoridad policial recibía donaciones de vehículos y equipos (…).
“–No
digan nada a nadie de este asunto. Lo clasificaremos como confidencial –dijo el
jefe.
“A
pesar de todo el secreto con que se había realizado la operación, don Abdel
Murrafash ya estaba enterado de la suerte del paquete por haber recibido con
toda oportunidad un aviso o porque tenía un convenio con el diablo y cuando un
grupo de detectives, (…) se descolgó por los techos de su elegante casa luego
de escalar los elevados muros mediante garfios y cuerdas, el próspero
comerciante ya se encontraba escoltado por su abogado, el eminente doctor
Francisco Salazar del Corral (…).
“El
distinguido abogado, muy conocido en los altos círculos de la ciudad por su
influencia y sus acertadas asesorías legales, salió al frente de los detectives
que formaron un círculo amenazante con las armas en ristre, no era para tanto
este despliegue bélico, señores, les dijo, ya que ambos, don Abdel Murrafash y
él mismo, eran honrados hombres de paz, y yo me encuentro de visita en esta
residencia, (…) y me extraña esta medida que linda con las características de
un vulgar allanamiento de domicilio (…) y, si existía algún asunto que
arreglar, estaban dispuestos a colaborar con ellos en todos los
esclarecimientos que creyeran necesarios para despejar cualquier duda en
cualquier penoso asunto, del cual nadie, ninguno de ellos, ni la atribulada
familia del honesto, laborioso y caritativo don Abdel Murrafash, tenía noticia
hasta este momento, por nuestra santa madre que está en los cielos (…)., cuando
se le congeló hasta el alma al escuchar a quien parecía dirigir el grupo,
señor, tendrá que acompañarme, el jefe quiere conversar con usted.
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Confesó todo |
“–Por
supuesto, por supuesto, queridos amigos –respondió muy cordial y sin una
muestra de temor el prestigioso abogado Francisco Salazar del Corral, quien se mostró
no solo dispuesto sino requirió acompañar a su amigo, el exitoso hombre de
negocios.
(…)
“–Señor
don Abdel Murrafash, este paquete estaba destinado a usted. ¿Es cierto eso o
no? –dijo duramente el jefe policial.
“–Sí,
señor –respondió el generoso comerciante.
“–Bien,
este paquete contiene un kilo de clorhidrato de cocaína, cocaína pura, señores.
Ser destinatario de una encomienda de esta naturaleza lo compromete
profundamente, don Abdel. Los dispositivos sobre tráfico ilícito de
estupefacientes son muy severos y mucho me temo que tendré que disponer su
detención hasta la conclusión de las investigaciones que hemos iniciado.
(…)
“–No
puede ser, señor coronel –repitió el abogado en cuyos brazos se apoyaba su
cliente– no puede ser.
“–Doctor
–replicó pronta y severamente el jefe de policía– le ruego guardar silencio o
de lo contrario tendré que realizar el interrogatorio en privado.
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Bicarbonato en sensacional cambiazo |
“–¡Bicarbonato,
señores! ¡Bicarbonato! –exclamó don Abdel levantando rostro y los brazos al
cielo, como si esperara que un rayo confirmara su afirmación tan dramática y en
tan alta voz que los presentes se paralizaron por la emoción-, ¡qué cocaína ni
cocaína, por mi santa madre! ¡Es bicarbonato de sodio, señor coronel! ¡Yo
esperaba un kilo de bicarbonato y aquí está! ¡Qué cocaína ni clorhidrato de
cocaína!
“La
protesta tuvo su efecto. El abogado se atrevió a hablar a pesar de la
advertencia del coronel jefe.
“–¡Increíble,
señor coronel! Mi cliente no puede ser detenido por ser destinatario de un kilo
de bicarbonato de sodio. Y en todo caso queremos que cualquier diligencia a
partir de este momento se haga con la presencia de un fiscal.
“La
firmeza del descargo hecha por el comerciante benefactor de la policía y otras
instituciones de la ciudad y la aseveración del eminente abogado, sembraron
dudas en el cerebro del jefe policial, quien (…) dijo mandaremos a buscar al
jefe del laboratorio para que confirme lo que usted dice con un análisis
químico, pero cuando indagó por la presencia del profesional le dijeron que
hacía dos horas se había retirado y no se le encontraba en su domicilio ni en
ninguno de los lugares que solía frecuentar, por lo cual, el jefe policial tomó
asiento ante su gran escritorio y dijo, señores, mañana a las nueve de la
mañana los espero para que se firme un acta y si lo que usted dice, don Abdel,
es cierto, le pediré disculpas por este mal rato, se levantó y alargó la mano
hacia los presentes, esperaremos hasta mañana a las nueve, señores, buenas
noches.
(…)
“Al día
siguiente, el próspero comerciante y su abogado estaban puntualmente a las
nueve en el despacho del jefe policial, en cuyo escritorio, en la misma esquina
de la noche anterior, se encontraba el paquete envuelto en papel de periódicos (…)
el jefe se levantó de su asiento, abandonó su posición de autoridad y se acercó
a recibir a los visitantes, les extendió la mano cordialmente y con la actitud
del hombre que se siente avergonzado por una equivocación imperdonable, dijo,
en efecto, señores, el químico comprobó que se trata de bicarbonato de sodio,
tomó ceremonioso el paquete entre sus manos y aquí tiene su encomienda, don
Abdel, con mis más profundas disculpas, escriba usted (…) que se hace entrega
de este paquete en las propias manos de su propietario, don Abdel Murrafash, a
quien acompaña su abogado, el doctor Francisco Salazar del Corral, a entera
satisfacción y que firmen el acta (…).
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Firman recepción de un kilo de bicarbonato |
“Firmaron
el acta y se despidieron muy amablemente de los funcionarios policiales,
mientras don Abdel Murrafash sudaba por todos los poros del cuerpo y del
rostro, a pesar de que no hacía calor y las oficinas policiales no se
distinguen por calurosas ni por su comodidad. (…).
“Y
cuentan las malas lenguas que el impaciente Abdel Murrafash pidió a su abogado
dar la vuelta por la primera calle discreta que encontrara a fin de ir a un
lugar un tanto apartado o solitario donde sostener una conversación
confidencial. (…) No se había detenido aún el coche, cuando el próspero
comerciante, con la ansiedad dibujada en el rostro, abrió el paquete
manipulando con manos temblorosas la cinta adhesiva que lo sellaba y con la uña
del dedo meñique, bastante crecida por cierto, que le servía para ciertos
hábitos de higiene, cuando le picaban las orejas o la nariz, según los testigos
que lo conocieron, abrió un pequeño boquete en una esquina de la bolsa de
plástico transparente que cubría el polvo blanco, se llevó a la lengua la
sustancia que extrajo del interior y ¡por la gramputa madre que los parió!,
gritó sin consideraciones (…).
“Pero
la rabieta del comerciante no tenía fin y repetía ¡por la gramputa que los
parió! ¡esto es bicarbonato!, a ver prueba tú que también conoces del asunto,
obligó al abogado a poner la lengua sobre la uña del dedo meñique untada en el
blanco polvo, prueba, exigía, prueba y dime si no es bicarbonato y en efecto,
el doctor Francisco Salazar confirmó que la sustancia rescatada era el inocente
bicarbonato que el comerciante reclamaba y por el cual había pasado un mal rato
y una noche entera entre temblores de
pánico al verse en sueños entre los reos de una cárcel (…) y ¡prueba, prueba!,
exigía y el abogado tuvo que decir con la mejor calma de que era capaz,
efectivamente, Abdel, esto es bicarbonato, pero ¿no era bicarbonato lo que le
reclamabas a la policía?, sí, pero, pero... el comerciante no alcanzaba a
articular palabra, pero, pero... y el abogado aprovechando la confusión de su
acompañante, tienes que tener en cuenta, amigo Abdel, que unas son de cal y
otras de arena y para evitar que el honrado comerciante prosiguiera
escandalizando el tranquilo vecindario, decidió poner en marcha el motor del
auto y llevarse lejos al enfurecido propietario de un kilo de bicarbonato de
sodio.
Así me
lo contó el abogado protagonista del hecho, cuyo nombre real, por supuesto, se
ha omitido en el relato.
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