viernes, 21 de noviembre de 2014

Humareda, un pintor del Ande en la ciudad

Tenía falsa fama de alcohólico
y fumador, pero era un hombre
solitario, dice Domingo Tamariz
  
Nota del editor El siguiente artículo pertenece al y veterano periodista Domingo Tamariz Lúcar, y fue publicado originalmente en el diario ElPueblo, de Arequipa, el 28 de octubre de este año. El análisis de Tamariz sobre la personalidad del pintor expresionista Víctor Humareda y las evocaciones humanas sobre su comportamiento, nunca perderán actualidad y, por el contrario, contribuirán a conocer en su verdadera dimensión al extraordinario artista, calificado por la crítica como uno de los cinco pintores peruanos del siglo XX.

Por Domingo Tamariz Lúcar

Fue un pintor único, original. Llegó a la fama con un aura de leyenda y misterio. De ahí que en sus múltiples biografías se encuentren datos que no corresponden a la realidad. Muchos creen que fue borracho y que la tuberculosis acabó con su vida. Falso: no fue ni vago ni alcohólico ni fumador. Víctor Humareda fue, en esencia, un hombre solitario y desgarbado, un pintor extraordinario y marginal por elección (“Vivo en La Parada porque hay rostros goyescos, caras trágicas, locos, mendigos, ambulantes…”).

En un raro momento de elegancia
Nació el 6 de marzo de 1920 en Lampa, conocida como ‘la ciudad rosada’ (Puno), de la unión de Emilio Humareda Caballero y Eudocia Gallegos Andía. Hizo sus primeros estudios en la escuelita fiscal de su pueblo natal, pero los abandonó en el tercer año de secundaria. Ya por entonces soñaba con emigrar a Lima.

Arribó a la capital a los 19 años de edad –algunos de sus biógrafos dicen que a los 8 y otros a los 12–. Se matriculó en la Escuela de Bellas Artes antes de cumplir los 20 años. Allí tuvo como profesores a JuliaCodesido –a quien entrevisté, ya octogenaria ella, en su casa del jirón Cusco, en 1956–, Ricardo Grau y Juan Manuel Ugarte Eléspuru. Este último, al advertir su talento, le consiguió, en 1943, una beca en la Escuela Superior de Ernesto de la Corcova de Buenos Aires, donde estuvo unos meses. Además, años más tarde, le facilitó una beca en París –ciudad que no soportó tres semanas–.

El burdel, pintura de Humareda
De retorno a Lima, Ugarte le increpó su conducta: “¿Por qué no te quedaste?”, a lo que Humareda contestó humildemente: “Extrañaba mi habitación del Hotel Lima y a las muchachas, mis amigas”. “Nunca como en esa respuesta sentí lo que había en él”, anotó el entonces decano de los pintores peruanos en el prólogo del libro Humareda/dibujos, que editaron en los años 90 el pintor Reinaldo Zamora y el poeta Reinaldo Naranjo.

Humareda era un ser humano muy especial. A su muerte, se supo que tenía unas libretitas que utilizaba para anotar todo lo que pasaba por su mente –desde citas hasta sentimientos–; incluso la ropa interior que dejaba secándose en la azotea. A propósito de su viaje a París, apuntó en su libretita: “No necesito ir allá para crear. Lo importante es estar solo con uno mismo. Además, París no es otra cosa que el Sena, el museo y una multitud de muslos blancos.”

Hamlet, de Humareda
Conocí al pintor justamente en 1966, cuando volvió de la Ciudad Luz. Ya cuarentón, con la paleta en las manos y el mandil salpicado de pintura, solía recibir a sus amigos, sobre todo poetas y periodistas, que, atraídos por su fama, no dejaban de visitar al artista que siempre tenía algo nuevo que contar o mostrar.

De rostro cetrino, cabellos chúcaros, bajito, siempre de terno negro y algunas veces con sombrero bombín, Humareda se había instalado, desde la década de 1960, en el Hotel Lima, cuarto 283, de la avenida 28 de Julio, que será el taller del artista hasta el fin de sus días.

Vivía rodeado de sus cuadros de explosivos colores, entre los que destacaba el de Marilyn Monroe, de quien era un rendido admirador. Además, con la que, de acuerdo con su fantasiosa imaginación, había contraído matrimonio, pero a la que “no toco porque es de papel”. En otro apunte sobre la diva, anotó: “No tenemos hijos. Vivo solo con ella en mi hotel. Nunca me habla, ni la toco. Solo la contemplo…”. Sí: era un loco lindo.

Humareda era una fuente inagotable de anécdotas, fantasías y humor; un humor connatural que lo acompañó hasta en el umbral de la muerte. En su lecho de dolor hizo un memorable boceto, El quirófano, en el que se retrató a sí mismo sobrepasándose con una enfermera.

Rocinante, de Humareda
Su pintura se caracteriza –a decir de Luis Felipe Tello– por “las imágenes a veces tétricas, siempre burlonas, con manos crispadas, con rostros transidos por la angustia del dolor, del hambre, de la incertidumbre; imágenes expresadas con violencia, con sinceridad, con el alma volcada en el lienzo”.

En 1982 le detectaron cáncer en la garganta. Como esta enfermedad lo había dejado sin voz, Humareda anotó en una de sus libretitas: “Dicen que puedo hablar con el estómago. No me sale nada, pero estoy pintando”. Y así, impedido de articular una palabra, siguió ejerciendo su arte prácticamente hasta el fin de sus días. Su último cuadro fue La quinta Heeren de noche, que terminó de pintar el 18 de noviembre de 1986. Al día siguiente, entró en coma y a los dos días falleció.

Humareda es, para los expertos, uno de los cinco grandes de la pintura peruana del siglo XX.


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