martes, 8 de noviembre de 2011

Condenado a muerte por la vida

Dejará el mundo en el momento
menos pensado y por eso pasa
sus ratos pensando mucho


Acabo de encontrarme con uno de mis grandes amigos, a quien llamaré López para evitar complicaciones familiares, y me ha comunicado de buenas a primeras que está atacado con un cáncer de pulmón y que los médicos le han dicho que ya no tiene remedio.

Lo que para mí fue un golpe emocional, que me obligó a decirle “me acabas de dar la noticia más triste”, para él fue una suerte de broma que le jugaba la vida.

Pulmón colapsado por el cáncer

“Desde que el médico me dijo que el momento menos pensado venía la parca”, dijo con la más burlona de sus sonrisas, “me he dedicado a pensar mucho y a cada rato”.

Tiene 77 años y ha pasado, como él mismo recuerda, el promedio de vida de los peruanos, por lo cual, ya estaba viviendo los descuentos.

“Pero no es así”, protesté, “tú puedes vivir muchos años más”.

Me contó que uno de sus pulmones estaba “totalmente convertido en una especie de corcho y, por supuesto, no servía para respirar ni atrapar el aire, y el otro en las mismas condiciones hasta en un 70 por ciento”.

Al encontrarnos yo había notado que respiraba con una agitación que le desconocía y confesó: “Ahora me canso mucho. Camino media cuadra y debo detenerme y para disimular abro mi folder (donde lleva numerosos documentos de sus clientes) y me pongo a hacer como que leo los papeles”.

“Eso”, añadió, “porque un amigo me dijo hace unas semanas que estaba arrastrando los pies como un viejito. Y no quiero que me vean nunca como un viejito que arrastra los pies”.

No quiere que lo crean viejito “a pesar de que estoy con un pie en la tumba y el otro una cáscara de plátano”.

No dice cuánto tiempo de vida le han dado los médicos, pero se siente satisfecho de la suya: “Tengo 16 nietos y siete biznietos”. Y me desafía: “¿Cuántos biznietos tienes tú”. Le respondo que ninguno y esboza una sonrisa de orgullo.

Corte que muestra pulmón canceroso

Habla de su familia y cuenta que “por desgracia voy a dejar a mi esposa –la tercera de otros tantos compromisos– muy joven. Solo tiene 52 años y me siento celoso de que se vaya a casar otra vez”.

Mientras él toma una gaseosa y yo una cerveza, hablamos de mil cosas. Y como es imposible apartar de la mesa su enfermedad, le pregunto: “Pero tú no fumas”.

Asiente. “No, pero estuve cerca de personas que fumaban y, además, tuve una vida desordenada”.

“Hay muchos que tienen o han tenido una vida desordenada y no tienen cáncer pulmonar”, reprocho.

No ha comunicado a muchas personas que está enfermo. Mantiene a sus clientes, la mayoría comerciantes que le encargan llevarles sus libros de cuentas y les pone al día el pago de sus impuestos.

Aunque se agita al hablar tiene el mismo tono burlón de antaño. No acepta irse en taxi a su casa. “Voy en ómnibus para no perder la costumbre de pelear con los cobradores… qué sería de mi vida si no peleara con ellos cada vez que me voy a mi casa”, me dice con sorna.

En los últimos meses han desaparecido algunos hombres y mujeres conocidos por sus actividades en la televisión o el periodismo, a causa de diversos tipos de cáncer, el enemigo común de quienes hemos acumulado años en la vida.

Nunca estuve en contacto con ninguno de ellos ni recibí sus impresiones sobre qué se siente al haber sido condenado a muerte por la vida.

La única versión de primera mano que tengo es la de mi amigo López y, aunque sus palabras no salgan en ningún medio porque nunca ha tenido contacto con ninguno, creo que son un canto a la vida, a la entereza y al coraje, una burla a la muerte que amenaza con llevárselo en el momento menos pensado y por eso se dedicará a pensar mucho y a cada rato de los que le quedan para tratar de engañarla.

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