martes, 29 de diciembre de 2020

Crónica de una batalla contra el covid-19

Sobrevivimos, mi hijo Luis y yo,
gracias a una experiencia de atención
médica virtual entre Arequipa y Lima

 

El coronavirus atacó a la familia
a pesar de todas las precauciones

 

Desde principios de este feroz año que termina, cuando apareció la pandemia de coronavirus, mi familia y yo adoptamos todas las precauciones posibles y acatar las disposiciones del gobierno, para conjurar el riesgo de un ataque del coronavirus que estaba causando muertes por decenas en el país.


                                  El autor y sus hijos Luis, Gonzalo y Sergio


Decidimos, por acuerdo unánime, muy a nuestro pesar, mantenernos en estricta cuarentena, lo cual significaba que los padres, mi esposa y yo, y los hijos que viven en el hogar paterno estuvieran separados de quienes habían formado su propia familia.

Las visitas entre unos y otros estaban prohibidas y solo permitidas cuando había verdadera urgencia, lo que para satisfacción de unos y otros, no se produjo durante los meses que corrieron de marzo a julio.

Y llegaron los finales días de julio con sus naturales ajetreos por fiestas patrias y la intención de atender cosas que durante los meses anteriores fueron dejadas de lado.

La primera infracción

Se produjo la primera infracción el domingo 19 de julio y bajamos la guardia, con la visita de Gonzalo, Pavel y mi nieta Ana Gabriela, a la casa de Roxana, para ver a la queridísima sobrinita de los primeros, mi nieta Adriana, con la cual solo había habido contactos telefónicos esporádicos.

                                     La familia reunida
 

Nos parecía una injusticia que Adriana, de entonces de cinco años, amiga de los correteos por los parques cercanos a su domicilio, estuviera tantos meses encerrada en su departamento con solo el contacto con el exterior de sus clases escolares virtuales.

Se recordará que el gobierno mantenía mes tras mes la severa cuarentena que dejó encerradas en sus casas a las familias y solo las fuerzas armadas y policiales podían circular por las calles para detener a los infractores.

El lunes 20 de julio, Gonzalo sintió los primeros síntomas de un resfrío, pero no les prestó atención y mantuvo sus ocupaciones habituales, entre ellas, sus visitas a la casa paterna, a pesar de que su “resfrío” se agravó.

El jueves 23 vinieron Roxana, su esposo Arturo Loli y su hija Adriana para pasar el fin de semana, y Gonzalo, aunque se sentía mal, sacó fuerzas para armar un nuevo mueble para un televisor. No se quedó a almorzar. Reconoció que estaba mal y se fue a su casa.

                                  Vinieron a pasar el fin de semana
 

Reunión de la gran familia

 Habíamos programado una parrillada para el sábado 25 de julio, como anticipo de las fiestas patrias que habríamos de pasar cada uno en su casa.

Gonzalo no asistió porque ya se sentía mal. Solo vinieron su esposa Rita y su hija, mi nieta Allison, de 14 años.

Fue una ocasión para una reunión de todos los demás miembros de la gran familia: Sergio, su esposa Ana, y sus hijos Sergio, Ana Gabriela y Alejandra Michelle, Roxana y su esposo Arturo con su hijita Adriana, la “bebé” de todos.

Y por supuesto, estaban presentes Luis, el hijo mayor y Pavel, el menor, y recibimos las llamadas de Beatriz, desde Münich, Alemania y de Álvaro, desde Arequipa, que quisieron estar presentes en esa forma.

Rita y Allison sintieron las primeras molestias traducidas en dolores de cabeza la víspera de la fiesta nacional y al día siguiente, 28 de julio, Gonzalo comenzó su tratamiento contra el covid-19, atendido a la distancia por el doctor Ramírez, médico de la familia.

                                  Pasaron a través del mal sin problemas 
 

Lo extraño de todo es que Gonzalo daba negativo en las pruebas que le hicieron y recién el 3 de agosto dio positivo. Para entonces, varios miembros de la familia comenzaban a dar muestras de haber sido atacados por el virus.

Ese día comenzó el tratamiento a distancia. El doctor Alex San Martín, patólogo clínico y su esposa, y su esposa, la doctora Mayra Belly Chirinos, que se encontraban en Arequipa, su lugar de residencia, comenzaron por Gonzalo y después habrían de atender a toda la familia.

Tratamiento a distancia

Mi esposa y yo, comenzamos a toser y, más tarde, dijeron que así también se manifestaba el contagio, me atacó lo que el doctor Ramírez diagnosticó y trató como una conjuntivitis que se inició en el ojo izquierdo y luego pasó al derecho.

El 4 de agosto ya era indudable que el virus había invadido la casa con toda su fuerza. Las consultas y respuestas entre quienes vivimos en Lima y los doctores San Martín y Chirinos se hicieron más que frecuentes y a cualquier hora del día o de la noche.

Los únicos que se salvaron del ataque del covid-19, fueron mi hija Beatriz, quien vive en Münich y Álvaro, quien reside en Arequipa.

                 Beatriz, aquí con su esposo, Erik, preocupada desde Europa

Atendimos las recetas giradas por el doctor San Martín, y seguimos minuciosamente todas sus indicaciones, consistente, por lo menos en que tocaba a mi hijo Luis y a mí, en una serie de inyecciones durante ocho días.

Yo padecía una afonía muy severa, a tal extremo que mi voz no se escuchaba a un metro de distancia. Debí tomar remedios para la garganta y progresivamente, mi voz se fue aclarando hasta recuperar, después de una semana, su claridad habitual.

Podía decirse que los doctores San Martín y Chirinos fueron los médicos de cabecera de la familia a cuyos numerosos miembros atendieron con certeza y oportunidad, de modo que no sufrimos ninguna pérdida fatal, sin requerir, asimismo, de la atención de organismos oficiales de Salud.

Oxígeno a domicilio

En uno de esos episodios impensados, Sergio se llevó a mi esposa a su casa

el 6 de agosto para protegerla de un eventual contagio. No habría de volver sino el 20 de setiembre, cuando la recuperación de todos los enfermos era una realidad.

                                  Se pasó una noche entera en la cola
 

En el curso de los peores cuadros, nuestros médicos, a quienes agradeceremos eternamente, aconsejaron la compra de una máquina de oxígeno, vista las penurias que la gente padecía para conseguirlo, no solo para aliviar mis padecimientos respiratorios, sino para atender a algún otro miembro de la familia.

En efecto, también sirvió para Luis, mi hijo mayor, con quien sufrimos la pandemia en nuestra casa.

La compra de la máquina no impidió que mi nieto Sergio formara una extensa cola en espera de un balón de oxígeno e hiciera cola una noche entera ante un establecimiento de venta del producto.

Contaba más tarde, divertido, que para protegerse del frío de la noche mientras la cola avanzaba lentamente, se cubrió con una frazada la cabeza. En un momento determinado, la cola cambió hacia la otra vereda y él también se trasladó para no perder su lugar.

En algún momento de la noche, la cola volvió a su posición original y él ¡estaba dormido, cubierto por su frazada! No perdió su sitio porque cuando despertó, horas más tarde, lo recuperó.

Así compró la botella de oxígeno que le encargaron y en cuya posesión se encuentra hasta ahora a la espera de una eventual emergencia.

La verdad es que Luis y yo fuimos los más graves. Casi todos los demás miembros de la familia, sufrieron esporádicos dolores de cabeza, fiebre y cansancio, pero no requirieron de atención que los echara a la cama.

Yo, el peor

Me parece que yo, por mis años y mi sobrepeso, fui el que se encontró en mayor peligro. Mi hijo Luis se recuperó prontamente y solo tuvo necesidad de la maquinita del oxígeno un par de veces.

                                Una maquinita que latía como corazón desbocado
 

Yo sí la disfruté.

Recuerdo que un día desperté, creo que ya era entrada la tarde, y me encontré con que mi hijo Sergio me acomodaba una sonda, el “bigotito” abastecedor de oxígeno en la nariz y me preguntaba si estaba cómodo.

Más adelante, cambió el “bigotito” por otro tipo de sonda que abarcaba las dos fosas nasales, se adhería a la nariz y permitía un mejor flujo del oxígeno a los pulmones.

Durante los días en que estuve en cama, me parece haber estado inconsciente un tiempo indeterminado. Por lo menos, lo que recuerdo, es que cuando desperté me encontré con Sergio que me colocaba la sonda de oxígeno en la nariz y comencé a escuchar el ruido de la máquina, como el desordenado latido de un corazón fuera de control.

Los primeros días de convalecencia me permitieron comprobar que había adelgazado como nunca, de tal modo que cuando levantaba la mano, el reloj pulsera se me corría hasta la mitad del antebrazo, y debí correr tres puntos a la correa del pantalón.

Pero gracias a las suculentas y poderosas sopas que me preparaba Ana y que su esposo Sergio o alguno de sus hijos, me traía religiosamente cada mediodía, logré recuperar mi antiguo peso, a tal extremo que he retomado un régimen para bajar algunos kilos de más.

El ataque del coronavirus sirvió para saber hasta qué punto la solidaridad de cada uno de los miembros de mi familia, se hizo tangible para atender en forma precisa, oportuna y generosa, a quien lo precisara, algo que nos hizo sentir a todos, que nuestros lazos son indestructibles y lo serán siempre, mientras nos asista la suerte de vivir.

(Imágenes de archivo de Podestá te cuenta-www.podestaprensa.com)

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