Y el hombre juró por
su santa madre que
no lo volvería a hacer
Nota del editor – Este es un fragmento de la novela Un
cuadrito de sol en la penumbra, del periodista y escritor Luis Eduardo
Podestá, y es la tercera que produce. Este, el primero de una serie de
fragmentos que aparecerán en los próximos días se publica aquí como un obsequio
anticipado de lo que los lectores leerán en el libro que es distribuido mundialmente
por empresas especializadas en ventas por internet. Al final del fragmento se
incluye la lista de las empresas encargadas de la distribución. Gracias por
leerlo.
Al día siguiente don Crisanto se aprestó a salir como todos los
sábados, se puso una camisa limpia y corbata, aunque fuera contra su costumbre,
Sara había vuelto y él se sentía feliz pero pensó que debía hacer algo antes de
ir a reunirse con sus amigos y se fue al centro, el tranvía lo dejó en la calle
San José, se dirigió al gran almacén del que Sara le había hablado tanto y
descrito con tanta precisión que lo ubicó muy pronto, y vio las largas hileras
de ropa lista para usarla, de hombre y de mujer y al fondo alineadas las
cocinas, los
aparatos de radio, equipos de sonido que parecían muebles de
salón, lo atendieron chicas muy agradables, preguntó por el administrador y le
dijeron que estaba en su oficina y hacia allí se dirigió, ah, dijo luego de
cerrar la puerta detrás de sí, cogió una silla y la trancó para que no pudieran
abrirla desde afuera, ¿es usted el administrador, el violador de mujeres
indefensas?, preguntó con voz enérgica y el hombre, en impecable camisa blanca
y corbata se puso pálido y comenzó a levantarse lentamente de su asiento,
exhibía aún las marcas de las uñas de Sara, y don Crisanto Ludeña lo tomó del
cuello, lo sacudió como para estrangularlo, le aplicó bofetadas que le
removieron las cicatrices de los arañazos de Sara, le golpeó la cabeza contra
la pared, le enrolló la corbata y se la puso en la boca, mierda elegante, le
dijo al oído, te voy a arrancar los huevos para que nunca vuelvas a abusar de
las mujeres y, en efecto, mientras lo acogotaba con el codo y la mano
izquierdos, con la otra le atrapó el bulto de la entrepierna y sin hacer caso
de los gemidos de su víctima apretaba cada vez más y más hasta cuando vio que
el rostro del
administrador se ponía lívido, le aplicó un cabezazo en la
frente, le dio un puñetazo que le puso un ojo morado, esto es en nombre de mi
hija, desgraciado, y ella felizmente supo defenderse, ¿quieres llamar a tus
empleados para que te defiendan?, hazlo, mierda, hazlo y te arrastro hasta la
comisaría para entregarte como violador de mujeres, y de allí te enviarán a la cárcel
donde ¿sabes cómo reciben a los violadores?, responde, mierda, ¿sabes cómo los
reciben?, los invitan a una cama tras otra, pasan de una celda a otra hasta que
el más macho te convierte en su mujer, ¿sabías eso, mierda? y don Crisanto
Ludeña le sacó la corbata de la boca, puso el oído cerca de la boca de su
víctima, habla, mierda, ¿quieres que te arrastre a la comisaría y te denuncie?
y recién escuchó la angustiada voz del administrador, no, señor, no, por favor,
perdóneme, perdón por lo que he hecho, no me denuncie, por favor, tengo
familia, esposa y dos hijos pequeños, le ruego que no lo haga,
había lágrimas
en sus ojos, y don Crisanto Ludeña, no estás perdonado, pedazo de mierda, me
debes una, desgraciado, te vigilaré, tú no me vas a ver nunca, pero yo estaré
cerca de ti y si me entero de que has hecho algo con alguna de las mujeres que
tienes a tu cargo, debes olvidarte de tu esposa, de tus hijitos, porque te
entregaré a mis amigos de la policía y ellos te pondrán ante un juez y directo
a la cárcel, y algunas de tus empleadas tendrán mucho que contar, jura que no
atentarás nunca contra ninguna de ellas y el hombre, con la cara ensangrentada,
un ojo oscurecido, sí, señor, lo juro, por Dios, por mi santa madre, lo juro,
señor, pero deje de golpearme, se lo ruego.
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