miércoles, 5 de febrero de 2014

El febrerazo, la rebelión olvidada (II)

Atacaron con tanques
el cuartel policial
de Radiopatrulla

Nota del editor – Esta es la segunda y parte final en que se ha dividido un artículo evocador del sangriento episodio del 5 de abril de 1975, durante la dictadura de Juan Velasco, por quien muchos juraban “chino, contigo hasta la muerte”, juramento que duró hasta cuando Francisco Morales Bermúdez le dio golpe de estado el 29 de agosto de 1975, conocido también como el “tacnazo”.

Por Luis Eduardo Podestá

Uno de mis ocasionales acompañantes, al parecer vecino del barrio, comenzó a contarme lo que había visto.

“En la madrugada han atacado con todo a los tombos”, dijo, “y debe haber muchos muertos. Les han dado sin compasión después que los tanques entraron destrozando las puertas. Los tanques han comenzado a disparar desde lejos, hermano. Mira las huellas que han dejado los cañonazos en los torreones”.

Tanques en el centro de Lima
Miré y en efecto, aparecían huellas de los impactos en la masa gris de los torreones, desde donde, me contó el desconocido, habían querido parar a los tanques con disparos de fusiles, metralletas y pistolas, que no llegaban a arañar el blindaje de las máquinas del ejército.

Unas dos horas más tarde, soldados con el fusil en ristre, comenzaron a ahuyentar a los curiosos. Me cuidé de ocultar mi libreta de apuntes.

Dos horas más tarde, buscaba al fotógrafo Revilla por todo lado y al no encontrarlo emprendí el regreso, grabando en mi memoria todo lo que había visto. No había ningún vehículo de servicio público en ninguna calle.

Cuando abandoné mi posición de observador en el jardín de esa casa cerca de Radiopatrulla, creí que avanzando un poco hacia el centro, podría encontrar un carro que me llevara cerca de mi periódico.

En la plaza Manco Cápac me senté en un banco para descansar, anotar lo que podía escaparse de la memoria y reemprendí el camino.

El fuego arrasaba el diario Correo
Caminé por la avenida 28 de julio y sudoroso, bajo el tórrido mediodía de verano, doblé por Garcilaso de la Vega y entonces percibí con toda claridad el estampido de disparos de fusil.

Al llegar a la avenida España, comprobé que los disparos provenían de la cuadra donde se encontraba Correo. Me oculté detrás de un poste de hierro. Había algunas personas cerca que me aconsejaban tirarme al suelo como ellas. Seguí caminando de poste en poste por la acera opuesta. Entonces vi una enorme columna de humo negro. No lograba acertar de dónde provenía.

Un hombre que estaba tendido cerca del poste desde donde yo trataba de localizar el origen del humo, me dijo es el casino de policía –que quedaba justamente frente al local del periódico– y otro le dijo no, el fuego es en el Centro Cívico.

Seguí trotando, me ocultaba en los huecos de las puertas y detrás de los postes. De pronto los disparos cesaron. De donde no supe jamás, salieron decenas de personas que gritaban lemas contra la dictadura, se agruparon para marchar en alguna dirección que no me interesaba. Yo quería llegar a mi periódico a escribir lo que había visto aunque no fuera publicado.

Los trabajadores salvamos lo que pudimos
Cuando llegué a la puerta principal estaba cerrada. Me dije debo ir por la puerta posterior, que daba a la entonces callecita Jacinto López, angosta y descuidada, por donde salían los vehículos del periódico. Hoy es la última cuadra del jirón Camaná y centro comercial de artículos informáticos.

A media cuadra del periódico, en la esquina de Garcilaso y Bolivia, habían destrozado una enorme ventanal del centro cívico y del interior sacaban muebles, cuadros, papeles, todo cuanto pudiera servir para armar una fogata, que ardió un minuto más tarde en medio de la calle.

Pero yo quería llegar a mi periódico. Y al llegar mi sorpresa no tuvo límites. Por la puerta de salida de vehículos los trabajadores sacaban muebles, archivadores metálicos, escritorios, todo lo que podían salvar.

Me acerqué más y me introduje en un caos espectacular. En medio del patio de cemento estaban amontonados los muebles que podían salvarse. Una sección del local, construida de material prefabricado, donde había algunas oficinas y el comedor, ardía como una antorcha alimentada con gasolina.

Con alguien que me dijo que lo ayudara, sacamos a un canchón de la calle Jacinto López, el archivador que queríamos salvar. El canchón que daba alojamiento a los enseres del periódico pertenecía a Sinamos, el odiado organismo que trataba de llevar adelante la movilización social que el gobierno quería implantar al estilo de la soplonería cubana de cada cuadra y que se había infiltrado en todos los organismos estatales con el pretexto de realizar la obra social y de desarrollo que el gobierno proyectaba.

Había incendios en toda la ciudad
Allí dejamos el archivador metálico que habíamos salvado. El edificio entero, desaparecida bajo cenizas la sección prefabricada, ardía en ese mediodía trágico, cuyas columnas de humo se sumaban a otras que en varios sitios de la ciudad, anunciaban que la cólera popular se había ensañado con edificios estatales y a veces con lo que no debía.

Entre ellos estaba el edificio del ministerio de Educación, de cuyo vestíbulo desapareció una de las famosas pinturas murales del pintor Teodoro Núñez Ureta, restaurada años después.

Como era normal en un régimen de fuerza, bajo un estado de sitio y toque de queda, se dio una represión indiscriminada, cruel y desproporcionada que quizá quiso sentar un escarmiento al abatir a balazos a saqueadores e inocentes durante tres días.

Como a las tres de la tarde de aquel 5 de febrero, Hugo Neira, intelectual nombrado director de Correo por la dictadura, hoy exdirector de la Biblioteca Nacional, nos dijo a quienes estábamos reunidos en el patio observando las cenizas humeantes: “No crean que el gobierno va a venir en auxilio por esta pérdida. Hay otros muchos asuntos más graves que el gobierno tiene que atender”.

He traído nuevamente al recuerdo en estas líneas aquel 5 de febrero porque fue una fecha aciaga en medio de una dictadura incapaz de dialogar, y porque es deseable que no vuelva a producirse jamás algo igual.

(Imágenes de archivo y medios de la época)

www.podestaprensa.com

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