sábado, 17 de marzo de 2018

El día que tuve una pistola en la cabeza

Así fue el ataque de terroristas
del MRTA a la agencia AP en
pleno centro de Lima en 1986


Nota del editor – En la última sesión de la Cofradía del Palacio, los participantes trajimos a la conversación mil cosas -con exageración- sobre diferentes temas y entre ellos, con la presencia de Fernando Torres, “Pedrito”, quien trabajó también la oficina de la agencia de noticias norteamericana The AssociatedPress (AP), recordamos el ataque de un grupo de terroristas del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) a nuestro centro de trabajo y me hicieron prometer los demás miembros asistentes de la Cofradía – Lidia Bonilla, Rony Guerra, Miguel Bernuy y Wálter Sánchez- escribir una nota sobre el asunto. Ciertamente es un mal recuerdo, pero también de malos momentos está hecha la vida y antes de que la memoria se oscurezca por completo sobre el asunto, es mejor dejarlo por escrito, por si de algo sirve para los lectores de esta o una próxima generación. Aquí va.

Por Luis Eduardo Podestá

El autor
Era un día tranquilo, en marzo de 1986, uno de esos días en que “no pasaba nada” lo que obligaba a la central de Nueva York a enviar un mensaje de reflexión que más o menos quería decir “estamos en todas partes y no hay una noticia en el mundo”.

Porque luego del llamado “Budget”, una suerte de resumen que se enviaba en la mañana con la actualidad política o económica del día, las horas discurrían en una calma chicha que no sabíamos que precederían la tormenta.

Poco antes del mediodía sonó el timbre de la reja, cuya llave manejábamos todos los miembros de la agencia.

Alejandro Balaguer, fotógrafo argentino que había comenzado a trabajar hacía poco en la agencia se acercó a la reja y de inmediato se volvió hacia quienes trabajábamos en nuestros escritorios.

Había cuatro escritorios junto a la pared, el primero de los cuales era ocupado por don Manuel Quevedo, asistente de contabilidad, el segundo por el redactor en inglés, el norteamericano Bob Seavey, el tercero donde yo revisaba periódicos, y el cuarto, entonces desocupado.

No se encontraba presente en su despacho privado, el recién llegado gerente de la agencia, Monty Hayes.

Balaguer gritó desde la reja: "¡Lucho, te buscan!"

La apacible esquina Caylloma-Huancavelica 
Y antes de que yo me levantara para ver quién era el visitante y autorizara su entrada,  Balaguer abría la reja.

Entraron dos hombres con traza de estudiantes universitarios y mientras Balaguer volvía a cerrar la reja, el otro se acercaba a mi escritorio. Era totalmente desconocido para mí.

De pronto lo vi levantarse el polo y llevarse la mano derecha a la cintura. De inmediato pensé que era una incursión terrorista pero no había tiempo de hacer nada. Me puse de pie.

El que se había quedado junto a la reja también extrajo su arma y le exigió a Balaguer que abriera la reja. Dos hombres más entraron y cerraron reja y puerta a fin de que si alguien venía por el pasillo no pudiera entrar ni ver qué ocurría.

El hombre que tenía frente a mí, se despachó un discurso, luego de identificarse como miembro del MRTA y señalar que querían enviar un mensaje al mundo a través de nuestra agencia y que no debíamos temer nada si obedecíamos sus órdenes.

Los demás se distribuyeron por toda la oficina. Sacaron a Einer Ángeles del laboratorio y ordenaron que todos nos pusiéramos con las manos frente a la pared.

Balaguer trataba de explicarles algo sobre una entrevista que había hecho hacía unas semanas al líder Víctor Polay Campos del movimiento, en la sierra central pero los atacantes no le hacían caso, a pesar de su insistencia y lo pusieron contra la pared.

Luego uno dijo “vengan por acá” y el que parecía el jefe del grupo preguntó quién podía escribir el mensaje y Pedro Torres dijo: “Lucho, tú”. Me separaron del grupo.

Todos los demás fueron metidos al cuarto oscuro de fotografía.

Con la pistola en la cabeza

Me senté frente al teletipo que utilizábamos para remitir nuestras informaciones, mientras uno de los visitantes sostenía una pistola en la mano derecha y con las dos manos, precariamente, el manifiesto que querían enviar al mundo.

Vía de ingreso sin vigilancia especial
Aún no habían llegado las computadoras personales con que la AP nos iniciaría a Teófilo Caso y a mí en el mundo de la informática.

El teletipo, recuérdenlo, era una enorme máquina de dos metros de altura con teclado de máquina de escribir más teclas para distintos fines, una palanquita para borrar errores y otra, finalmente para enviar el despacho tan pronto estuviera concluido.

Yo sabía que en cuanto leyeran el texto en Nueva York se darían cuenta de que la agencia en Lima era víctima de un ataque terrorista y que la publicidad que estos muchachos buscaban no se iba a difundir en ningún sitio.

Esa máquina se alimentaba con una cinta que era perforada con cada golpe de tecla mediante un código especial.

Mientras escribía lo que el hombre me dictaba, me ponía nervioso el hecho de que al mismo tiempo que me apuntaba a la cabeza, temblara y se estremecía cada vez que yo oprimía la palanquita de corregir errores.

A fin de que se serenara, intenté explicarle que así se corregían los errores, pero cuando volví la cara para hablarle, me gritó: “¡No me mire, carajo!”.  Y sentí la presión del cañón detrás de la oreja izquierda.

Detrás de esas ventanas se produjo la incursión
Por supuesto, no volví a tentar la suerte y seguí escribiendo el largo mensaje al mundo, aunque sabía que en Nueva York lo iban a leer y lo arrojarían al tacho de basura, porque había la disposición de no hacer publicidad a ningún movimiento terrorista.

Y en el Perú en ese momento teníamos dos.

Cuando terminé mi tarea, presioné la tecla del envío y dije sin levantar la cabeza “ya está, el texto está en Nueva York”.

El hombre se separó de mí. Se acercó al que parecía el jefe que estaba sentado en una mesa frente al laboratorio fotográfico y me llevaron a juntarme con mis colegas al cuarto oscuro.

Cuando salimos una media hora más tarde, a pesar de las recomendaciones de no hacerlo, encontramos unos alambritos de electricidad colgando de la manija de la puerta.

Al despedirse, los atacantes nos recomendaron no abrir la puerta porque esos cables estaban conectados a un explosivo. Pero no era así, los alambritos estaban de pantalla.

Habían pintado paredes y pisos de toda la oficina con letras negras que proclamaban sus lemas, pero para tranquilidad de todos, nadie salió lastimado.

(Imágenes captura de GoogleMaps)
www.podestaprensa.com


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