martes, 13 de abril de 2021

Samuel Lozada: un día en el abril de 1953

Réquiem con retraso por el
hombre que fue mi primer
maestro de periodismo


Murió en agosto, cuando me tenía
acorralado la convalecencia del covid-19

 

Nota del editor – El siguiente es un fragmento actualizado y editado de un libro en preparación.

 

Por Luis Eduardo Podestá

Samuel Lozada Tamayo, mi exjefe de la corresponsalía en Arequipa de La Prensa, allá, por abril de 1953, dejó de existir el 7 de agosto de 2020, cuando acababa de cumplir 93 años. Había nacido en Camaná el 23 de julio de 1927.

El periodista en su estudio de abogado
 

La pandemia desatada por el feroz coronavirus que devastaba familias en todos los continentes, me tenía acorralado, en una convalecencia soñolienta, durante la cual no tuve ocasión de escribir nada de lo que hubiera podido decir sobre Samuel Lozada.

Hubiera dicho, por ejemplo, que fue un hombre generoso, cabal, con cuya jefatura en la corresponsalía arequipeña de La Prensa, aprendí el periodismo y a ser periodista con obligaciones frente a la sociedad y con el solo compromiso de practicar la verdad sobre todas las cosas.

Hubiera recordado, además, que en el lejano abril en que nos conocimos, Lozada no me pidió exhibir mis documentos personales donde aparecían como antecedentes policiales en grandes letras las palabras “SÍ TIENE”.

Eran el recuerdo por mi actuación durante la huelga del Colegio Nacional de la Independencia Americana, en 1950, que motivó durante varios años abundantes detenciones por la policía de la dictadura de Odría.

Puedo escribir los versos más tristes…

Hubiera recordado también, que Samuel Lozada era un amante de la cultura, que no solo cultivaba sino impulsaba y que por ello creó y financió el Museo de Arte Contemporáneo que tiene como sede la hermosa residencia que fue la casa de los gerentes de la Peruvian Corporation, constructora de los ferrocarriles del sur del Perú.

Pasión por la cultura
 

Como conocía que yo también cultivaba la literatura, me invitó una noche a su casa, adonde solo concurrían escasísimos amigos y le agradecí la deferencia y él, con aires de misterio me preguntó si conocía a Hudson Valdivia y ante mi respuesta afirmativa me dijo:

–Esta noche va a estar en mi casa. Lo haremos recitar.

Hudson había sido mi condiscípulo en el Colegio Nacional de la Independencia Americana, aunque en diferentes año y sección por lo que no llegamos a anudar una amistad cercana ni frecuente.

Muchos años después, cuando trabajaba en el diario Expreso con sede en el jirón Ica, en pleno centro de Lima, volví a verme con Hudson y lo vi muy maltratado.

Por esos días, el director del periódico, Guillermo Cortez Núñez, lo invitó a visitarnos. Lo invitó a comer y ambos regresaron alrededor de las diez u once de la noche a la redacción y Hudson recitó el Poema Veinte de Neruda, que me trajo al recuerdo la noche que pasamos en la casa de Samuel Lozada, en el residencial barrio de Selva Alegre.

Periodistas Lozada y Carlos Meneses (en el centro) 
 

Lozada puso dos botellas de whisky y agua sobre una mesita de centro en una suerte de apartado del salón de su casa y nos sentamos junto al declamador, que dijo con sinceridad, “déjenme tomar un trago antes de ponerme a actuar” y estalló en una risa que nos contagió a todos, unas diez personas, todos hombres, que esperábamos la voz de Hudson.

En un momento dado, Lozada bajó la brillantez de las luces y vimos la imagen de Hudson levantarse de su asiento, encorvarse, salir al centro del círculo, y comenzar a declamar con un dramatismo estremecedor los Heraldos Negros de César Vallejo.

Apagaba y levantaba la voz mientras declamaba los versos y nos quedamos callados, como si asistiéramos a una ceremonia de solemnidad que reclamaba silencio.

Cuando terminó, demoramos un poco en aplaudirlo, como si no quisiéramos romper la solemnidad de aquel momento y luego, casi sin pausa, con solo los brazos estirados como si nos pidiera nuevamente silencio, comenzó con “puedo escribir los versos más tristes esta noche…”, el Poema 20 de Pablo Neruda.

Una serenata en Yanahuara

En otra ocasión, conocedor de que tocaba el clarinete, Samuel Lozada me comunicó que él tocaba el acordeón y me preguntó ¿cuándo tocamos algo juntos? Le respondí que cuando él lo quisiera y una noche, con aire de complicidad, me preguntó si podría acompañarlo a dar una serenata.

En un acto cultural en la Municipalidad de Arequipa
 

–Usted con el clarinete yo con mi acordeón –me dijo sonriente.

Y esa noche nos llevó en su automóvil a Oswaldo Cuadros, también periodista de la corresponsalía, y a mí, a Yanahuara. Tocamos algunas piezas frente a una señorial casa de la primera cuadra de la avenida del Ejército.

Nadie salió a ninguna ventana ni encendió ninguna luz ante esa serenata, pero él me dijo con aire cómplice:

–Nos escuchaban detrás de las ventanas…

Nunca nos tuteamos, a pesar de los años que pasamos en la corresponsalía primero y luego en numerosas ocasiones en que nos encontramos en la ciudad en que vivíamos.

Una vez, José Mujica Málaga, redactor principal de La Prensa en Lima, quien se encontraba en Arequipa para reforzar al personal de la corresponsalía durante graves incidentes políticos que derivaron en un paro general, le dijo:

–Samuel, has implantado aquí un trato de respeto. Tratas a todos como señor, y te corresponden con el mismo respeto… En cambio, en Lima, todos se tratan como si se hubieran criado juntos toda la vida.

“Un libro… un libro…”

Cuando estuve en Arequipa como editor de la edición regional del diario La República, en 1997-98, le pedí a Samuel Lozada que leyera unos originales de un libro que pensaba publicar y aceptó muy gustoso.

Comienzos periodísticos en El Deber (primero de la izquierda)
 

Así, me obsequió lo que no llamó prólogo, sino “manifestación”, que comenzaba: “Esta novela no requiere presentación; se basta, realmente, por sí misma, por sus propios valores”.

Luego expresa su opinión de que la novela, la primera que escribí y publiqué, “se inscribe dentro de lo que se denomina el ‘realismo mágico’, aunque no renuncia, en algunos casos, a la ficción pura o a un ajuste estricto de la realidad cotidiana, todo lo que le otorga variados y singulares méritos”.

Esto escribía Samuel Lozada en enero de 1998 y el libro, El hombre que se fue, apareció en marzo. Cuando le llevé un volumen, aún fresco, se lo pegó al pecho y exclamó:

–¡Un libro! ¡Un libro!

Me dio la impresión de que consideraba que ese libro era suyo, de ahí su cariñosa expresión.

–Ahora le toca a usted, doctor –le dije al agradecerle una vez más los generosos términos de su “manifestación”.

Pero no sé si en su prolongada existencia, llegó a publicar algún libro.

Con el autor luego de la presentación de un libro
 

Ese fue el Samuel Lozada que conocí y a quien visité en su estudio de la calle Jerusalén cuantas veces estuve en Arequipa en los años siguientes.

En mayo de 2017, luego de una entrevista que le hice al historiador Eusebio Quiroz Paz Soldán, en su domicilio, hablamos de Samuel Lozada.

Me dijo que Lozada parecía estar enfermo, pues no aparecía ya por su estudio y me hizo prometer que lo llamaría.

–Claro que sí, –le dije a Eusebio– yo también tengo deseos de verlo.

Llamé a su estudio y me dijeron que el doctor no atendía. Le dije a la secretaria que era su amigo y que deseaba saber del doctor. Me respondió que le daría mis saludos.

Recibe pintura para el Museo de Arte Contemporáneo
 

Lozada estuvo casado con una ciudadana argentina que le dio tres hijos: Pedro Luis, María Elena y Diego. Enviudó y no volvió a casarse. Se dedicó, según supe, a su estudio y a sus actividades culturales.

Me quedé con los deseos de saludarlo y estrechar su mano. Un día de agosto de 2020, convaleciente del covid, me enteré de su fallecimiento. Y me dolió como si hubiera perdido a un hermano y quise escribir algo sobre él, pero no pude.

Los efectos de la convalecencia del covid se hacían sentir durante esos días, cuando me parecía estar con el cerebro y el espíritu adormecidos, víctimas de una apatía generalizada.

Escribo estas líneas en abril de 2021, porque me obligué a no permitir más postergaciones y verdad, Samuel, permíteme ahora el tú, me parece recordar tu imagen siempre cordial, lista a la sonrisa y expresarte lo que debí hacer cuando se produjo tu desaparición.

Debo hacerlo ahora, aunque no haya en estos días ninguna fecha para evocar tu desaparición, salvo el hecho de que nos conocimos en la quincena del abril de 1953 -¡solo hace 68 años!- cuando me diste la primera misión periodística y mi primera credencial como hombre de prensa.

Por aquello y otras causas, gracias Samuel.

 

(Imágenes de archivo del autor, Click.com.pe, talavera-ballón.com, La República e Internet)

www.podestaprensa.com

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