lunes, 1 de junio de 2009

Frente a un trozo humano de la historia

Javier de Belaunde sigue
adelante con su siglo y sus

recuerdos a flor de labios


Ocho días después de la celebración del cumpleaños número 100 del doctor Javier de Belaunde Ruiz de Somocurcio, tuve un emotivo encuentro con ese honorable trozo viviente de la historia del Perú. El propio don Javier, a quien me une una sexagenaria amistad tuvo la generosidad de recibirme en su casa.

Había solo un motivo que me atreví a explicarle. Esa noche del 18 de mayo en que cumplía su primer centenario de vida ejemplar para políticos, historiadores, periodistas y género humano en general, solo pude decirle entre diez pares de brazos que pedían abrazarlo: Don Javier, feliz cumpleaños.

Y debí retirarme porque la cola de la gente que quería tocar sus manos y ver de cerca sus ojos, venía desde dos corrientes contrarias y era casi imposible poner orden. Me colé al lado de Francisco Chirinos Soto que estaba a unos dos pasos de don Javier y solo así pude llegar a su lado para escapar luego y dejar sitio a los que querían sentir el abrazo de esa leyenda viva del heroísmo, la caballerosidad y la valentía que teníamos al frente y lucía un nombre de carne y hueso: Javier de Belaunde, político por vocación.

Y bien. Cerca del mediodía estuve en su casa de Barranco. Su enfermera me guió al estudio del segundo piso donde recibí como siempre el emocionado “Luis Eduardo, qué gusto de verlo”. Porque a pesar de lo extenso de nuestra amistad, aún no agarramos sino por casualidad y como al descuido, muy de vez en cuando, aquello de “cómo estás”, y “se te ve fuerte y lleno de vida”.


Don Javier de Belaunde, político por vocación y mejor amigo

El motivo principal de mi visita era abrazarlo personalmente, ya que en la celebración de su cumpleaños solo había pasado por su lado, entre dos bloques de gente que se atropellaban por saludarlo.

Además, me había dicho horas antes que tenía un libro para mí. Se trataba de “Político por vocación”, un testimonio de su vida que es una evocación sincera, sencilla, aguerrida, de su infancia, su adolescencia, sus rebeldías de estudiante y sus rebeldías de político que no aguantaba pulgas dictatoriales ni autoritarias, por lo cual sufrió no solo el acoso policial sino el exilio en determinadas zonas del país, con prohibición de asomarse a las ciudades donde, decían los Esparzas y los Noriegas del ámbito de los Odrías y Velascos, podría levantar alguna revuelta como la del 21 de diciembre de 1955 que acabó con el ministro Alejandro Esparza y marcó el comienzo del fin de la dictadura de Apolinar Odría.

Leí delante de él la dedicatoria del libro que me entregaba y no solo pude emocionarme sino agradecerle las palabras generosas –típicas de un hombre de su talla– que dispensaba a un hombre de sublime modestia como quien estaba frente a él.



Estas son sus palabras que por lo inmerecidas para un periodista que solo supo cumplir con su deber para con la verdad, la sociedad y su tiempo y dedicó también su vida a luchar por la libertad, resultan un halago ciertamente excesivo, cuya generosidad excesiva reconozco y agradezco.

Estuve más de media hora con don Javier –a pesar de las recomendaciones de la enfermera que dijo solo 15 minutos– en amena charla en que se dio el lujo de acordarse de cien cosas diferentes, sus sesiones de pesas y barras solo hasta los 80 años porque el médico lo dispuso así, de su pena por no haber podido reconciliarse con Enrique Chirinos Soto, a quien criticó acremente cuando este, con el brillante verbo que lo distinguía, defendió en el parlamento la tercera elección del dictador Fujimori con aquella famosa “interpretación auténtica”.

Luego describió su emoción al verse rodeado por tantos familiares, amigos y “hasta antiguos antagonistas políticos”…

Memorias de don Javier en 682 páginas

Recordó que en la primera fila, junto al jurista Juan Chávez Molina estuvo doña Martha Hildebrandt y me dijo: “A ella me une un vínculo… los dos somos bolivarianos”.

Con perfecta lucidez y ánimo festivo, celebró que tras la ceremonia “me quedé grogui, me dolían las manos de tanto que me las estrujaron, pero estuve muy contento”.

Eso me bastó. Había visto y conversado con un hombre feliz, que como él lo proclama, hizo de la política un apostolado y la actividad respetable que todos nosotros quisiéramos que fuera.

Le dije hasta la próxima visita, doctor y ese hombre de cien años y dos semanas de edad tan bien llevados, me dijo "hasta luego, Luis Eduardo".




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