lunes, 26 de mayo de 2008

Dos encuentros con el MRTA

Experiencias que uno no quiere repetir

En la ya extensa vida periodística que llevo en mis hombros tuve dos encuentros ocasionales con el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) que felizmente no resultaron con víctimas sangrientas sino, como es natural, solo en sustos y miedos en determinadas escalas.
Confieso que en ambas situaciones, tuve un despliegue de sangre fría que no tengo, por ejemplo, cuando el avión en que viajo entra en una turbulencia. En aquellas situaciones, sabía, debía mantener la cabeza fría y así, gracias a la divina Providencia, fue así.
La primera en la AP

En el verano de 1984 trabaja en la agencia de noticias norteamericana Associated Press (AP), y aquel día me tocaba el turno de la mañana, es decir, entre 9 a.m. y 3 p.m. en que debía remplazarme Teófilo Caso Oré.
En aquel tiempo no habíamos entrado en la era de las computadoras y para las transmisiones a nuestra central de Nueva York, teníamos que utilizar un teletipo, una máquina en la que lo que escribíamos se convertía en cinta perforada, que luego, enviada por un sistema telegráfico, era rebotada a todos los lugares del mundo si lo ameritaba así la noticia, o simplemente reenviada a las agencias latinoamericanas cuando la noticia solo era de interés continental.
Aproximadamente a las 11.30 de la mañana, me encontraba frente a la máquina de escribir redactando una información que luego sería copiada en el teletipo para enviarse a la central, cuando sonó el timbre de la puerta. En un escritorio delante del mío, el reportero norteamericano Bob Seavey, examinaba los periódicos.
La AP de entonces estaba domiciliada en el crucero de los jirones Cailloma y Huancavelica, a cuatro cuadras de la Plaza de Armas y del palacio de Gobierno, y para ingresar era necesario que cualquiera de los miembros de la redacción hiciera uso de sus llaves para abrir una puerta de seguridad y una reja. Solo si eran conocidos, los visitantes podían ingresar a la redacción y si no, debían identificarse debidamente antes. De lo contrario el redactor o la persona buscada salía hasta la reja para conversar, recibir documentos o, en otro caso, hacer ingresar al visitante.
Pero como siempre hay una excepción en los acontecimientos humanos, esa mañana sonó el timbre y el reportero gráfico argentino Alejandro Balaguer que estaba cerca de la reja atendió a alguien que parecía un estudiante universitario quien dijo que tenía un documento que entregar. Quizá por el hecho de que el redactor en español de turno era yo, Balaguer solo dijo "Lucho, te buscan" y sin esperar que yo me levantara del asiento, abrió la reja.
El visitante entró. Era un joven con unos libros bajo el brazo con un polo claro que avanzó hacia nuestros escritorios. Cuando levanté los ojos vi que había traspuesto la reja otro joven que lucía una guayabera veraniega.
Intrusos con pistolas
El que avanzaba se detuvo frente a mi escritorio y cuando yo esperaba que me extendiera el documento que decía quería entregar, se levantó el polo y mostró una pistola, miré instintivamente hacia la puerta y el otro recién llegado también extraía su arma de debajo de su camisa. En ese momento ingresaron otros dos personajes y luego ordenaron cerrar la puerta de seguridad y la reja.
Escuché el grito del que me amenazaba: "Somos militantes del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru. No va a pasar nada señores, si ustedes hacen lo que les vamos a indicar. No teman, levántense con calma y arrímense a la pared. Queremos hacer conocer al mundo la naturaleza de nuestro movimiento y nuestras demandas".
Boy Seavey se levantó con los brazos en alto. Su expresión denotaba el miedo que sentía y que yo justifiqué. Él solo había leído y escrito en inglés sobre las atrocidades que cometían los terroristas peruanos, que no vacilaban en matar a sangre fría a quienes no les obedecieran.
Alejandro Balaguer, que esa mañana había llevado a su esposa, hablaba de una entrevista que tuvo antes con el jefe de los terroristas Víctor Polay, quizá llevado por su propio temor: "Hace dos semanas he estado en Junín con el camarada Polay", repetía a cada instante.
Los terroristas nos hicieron colocar con los brazos frente a la pared, nos examinaron para saber si llevábamos armas. En la fila estábamos Einer Ángeles, laboratorista, Balaguer y señora, Fernando Torres, auxiliar de la oficina, Bob Seavey y yo.

Con la pistola en el cuello
Mientras nos hacían desfilar hacia el laboratorio, el que parecía dirigir el grupo, el que me había amenazado con la pistola, preguntó quién puede escribir un mensaje a la central y Pedro Torres me miró. Usted, dijo el terrorista, me separó del grupo y me hizo sentar ante uno de los dos teletipos. Llamó a uno de lo tres intrusos y le encargó que me leyera el documento que habría de enviar a Nueva York.
Si bien en los primeros momentos del asalto, yo había mantenido una increíble serenidad, pues estaba atento a todo lo que ocurriera y se hablara, en cuanto me senté ante el teletipo estuve a punto de perder la tranquilidad. Sentí el frío de la pistola del terrorista que leía el mensaje en el cuello. Veía que sus manos temblaban y que sus nervios lo hacían repetir una y otra vez la misma frase. Yo volví la cabeza instintivamente cuando sentía que la pistola casi me rozaba la oreja izquierda y él, repentinamente enérgico y colérico me recriminaba: ¡No me mire! ¡Agache la cabeza!
Yo le obedecía pero tenía la mente en dos asuntos. Uno era el escribir sin errores lo que me dictaba a fin de no hacer correcciones porque para hacerlas en el teletipo era necesario pulsar hacia adentro varias veces una palanquita y eso parecía poner nervioso al terrorista. El otro era vigilar las manos temblorosas del que me dictaba un texto preñado de arengas y demandas que sabía en cuanto llegaran a Nueva York se iba a saber que se trataba de un asalto terrorista y no iban a rebotar a ninguna parte del mundo como ellos creían que iba a suceder.
Por fin terminé el texto. Otro joven, hombre también armado con una pistola, se encontraba sentado sobre a una larga mesa ubicada frente a la puerta del laboratorio fotográfico donde habían sido encerrados todos mis compañeros de trabajo. Cuando me hicieron ingresar, vi a Bob echado en un segundo nivel de la mesa del laboratorio, Balaguer y señora estaban juntos en el rincón del laboratorio, Pedro Torres y Einer Ángeles estaban arrimados a las plataformas que sostenían las ampliadoras fotográficas.
No se muevan en 20 minutos

Después de que me empujaron hacia el interior y cerraron la puerta, la voz del cabecilla del grupo advirtió: "No se muevan durante 20 minutos. Nosotros vamos a avisar a la policía para que los venga a rescatar. No muevan la puerta porque dejamos conectado un explosivo".
Desoyendo las advertencias de mis colegas, cuando escuché que se cerraba la puerta de la oficina, comencé a mover la manija lentamente. Para tranquilizarlos les dije ubíquense al fondo y yo me puse detrás del trozo de pared que juzgaba me protegería de una explosión. Di la vuelta a la manija y muy, muy lentamente comencé a abrir la puerta, miré por la rendija y vi dos alambritos que colgaban por el lado exterior de la manija. Terminé de abrir la puerta… y no pasó nada.
Cuando recorrimos la oficina la encontramos pintarrajeada con lemas del MRTA con gruesas letras negras en las paredes y el suelo. Dije: Si hubieran tenido una escalera también hubieran pintado el techo.
Poco después llamaron de Nueva York. Por supuesto, se habían dado cuenta del asalto en cuanto leyeron la primeras líneas del mensaje y en el jamás de los jamases iba a ser rebotado ni como noticia ni como manifiesto a ninguna parte.
El segundo asalto

En setiembre de 1988, tuve mi segundo encuentro con un grupo, esta vez más numeroso, del MRTA.
Entonces presidía el Comité Electoral del Colegio de Periodistas del Perú ubicado en la avenida Canevaro del distrito de Lince, y esa mañana, me había reunido con los demás miembros del organismo, entre ellos Enrique Paredes y Miguel de los Ríos para adoptar determinados acuerdos de rutina con vistas a las elecciones de la institución.
El decano del Colegio, Bernardino Rodríguez Carpio, había visitado la oficina del Comité Electoral y había invitado a quienes nos encontrábamos allí, a almorzar en un restaurante cercano. Cuando concluimos nuestra tarea fui a la oficina del decanato para urgir a Bernardino salir lo más pronto porque avanzaba la hora de entrar a mis labores, siempre en la Associated Press, que desd hacía poco ocupaba el tercer piso de un edificio en la calle Los Laureles del distrito de San Isidro.
Asalto con metralletas
Repentinamente escuchamos algunos ruidos en al vestíbulo del local pero no les dimos importancia, y –lo recuerdo como si lo hubiera vivido ayer– cuando me dirigía a la puerta, alguien que parecía un periodista exaltado o bromista me enfrentó gritando algo que no entendí de primera intención y yo, que estaba de muy buen humor le dije casi gritando: ¡Baja esa huevada, mierda!
No tardaría en darme cuenta de que la huevada era una pistola que me apuntaba directamente a la cara.
¡Salgan, salgan, carajo!, dijo el visitante, quien vestía un polo azul oscuro y una gorra.
Salí con los brazos en alto y al lado izquierdo de la puerta, sentados en el suelo, encontré a los demás miembros del comité electoral y al personal del Colegio, una diez personas, entre ellas, el periodista Daniel Cumpa, que desempeñaba funciones de administrador, y diseminados por el vestíbulo cinco o seis hombres con el rostro cubierto que esgrimían metralletas.
Me senté al lado de Enrique Paredes.
Mientras tanto en el interior de la oficina del Decano se desarrollaba un drama de cuyos pormenores me enteré después por boca del mismísimo Bernardino Rodríguez:
–Después que tú saliste, (el agresor) me hizo arrodillar en el suelo. Me grito que mirara al suelo y que pusiera las manos en la cabeza. Luego pasaron larguísimos instantes en que yo esperaba que me pegara un tiro en la cabeza.
Pero luego Bernardino salió a hacernos compañía. El dirigente del grupo que ahora estaba rodeado por tres o cuatro sujetos que lucían amenazantes metralletas, blandía la pistola mientras lanzaba sus proclamas por la revolución tupacamarista que iba a derribar al gobierno corrupto que nos regía. Dijo que no nos ocurriría nada malo siempre y cuando obedeciéramos todas sus indicaciones y que nos encerrarían en un local seguro, donde debíamos permanecer hasta cuando viniera la policía, a la cual ellos mismos avisarían del asalto.
Nos alojaron en el local de la biblioteca, que era entonces una instalación provisional, con una ancha puerta de calaminas y con un tragaluz que en condiciones normales hubiera servido para que un hombre pudiera pasar por él.
Yo tenía la experiencia de la anterior visita, así que, después de algunos minutos y cuando ya no se escuchaba ningún ruido que acusara la presencia de los terroristas, les dije que intentáramos abrir la puerta. Todos se opusieron. Entones les propuse hacer una observación a través del tragaluz y arrastramos una mesa, para que alguien, de pie sobre ella, pudiera observar si aún estaban los asaltantes en el local.
Luego de unos diez minutos nos decidimos a abrir la puerta. Era la misma modalidad. Los alambres en la puerta. Pero en un pasadizo cercano a la biblioteca había una caja amenazadora, de donde salían cordones eléctricos.
Bernardino Rodríguez prefirió llamar a la policía y una media hora más tarde teníamos un grupo de la Unidad de Desactivación de Explosivos (UDEX) mirando en todos los rincones posibles. Nos hicieron escondernos en las oficinas. Luego uno de ellos disparó un proyectil sobre la caja amenazadora y ¡mil papeles volaron por los aires!
Cuando los examinamos descubrimos que eran las papeletas de votación que preparábamos para las próximas elecciones del Colegio.
Esas fueron las dos veces que en un centro de trabajo y un local institucional, ambos periodísticos, sufrimos ataques terroristas que, felizmente, no derivaron en ninguna sangre derramada, lo que sí ocurrió en numerosos otros hechos que martirizaron y llenaron de zozobra al Perú durante 25 años.
Hubo, por supuesto ataques menos pacíficos en otras instalaciones que señalaron claramente del carácter terrorista de la organización que secuestró, mantuvo a civiles desarmados en ‘cárceles del pueblo’ con afán extorsionador y los asesinó.

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