viernes, 26 de septiembre de 2008

No quiero ser millonario… otra vez



Los millonarios buscaban
desperdicios para llenar la olla


Vista la actual coyuntura económica –como dicen los que saben de estas cosas– y con el recuerdo no tan fresco de una época en que muchos de los pobres de este país fuimos millonarios, me atrevo a traer a la memoria colectiva que la hay, algunos episodios de entonces porque, la verdad, la verdad, no quisiera volver a ser millonario, señor presidente.






Los funcionarios de la burocracia de siempre, que entonces pertenecían como ahora al partido de la estrella, que lo llaman, y los congresistas, se aumentaban el sueldo cuando lo consideraban conveniente, porque se trataba de una “inflación controlada” y luego se la llamó “inflación correctiva” nombres con que bautizó un Saberbein a la inflación indomeñable que gobernaba el país.
Ahora el mago Valdivieso ya no frena, sino “modula” la economía. ¿No estaremos frente a otras mentiras como las de hace 20 años?


La quincena en bolsa negra
Trabajaba entonces en la agencia norteamericana de noticias The Associated Press, como redactor en español y recibía un salario de cerca de 800 dólares, a los que sumadas horas extras, horas nocturnas y días domingos y feriados, la suma podía muy redondearse en unos mil billetes verdes, traducidos a soles, porque de acuerdo con las regulaciones salariales de entonces no podíamos recibir pago en dólares sino en moneda nacional o eso, por lo menos era lo que nos hacían creer, porque sabíamos de otros cientos y miles de personas que recibían sus sueldos en moneda extranjera y no les pasaba nada.
Los pagos eran quincenales, de modo que dos veces por mes, a mediados y finales, a veces en un trío con Teófilo Caso y Pedro Torres y a veces solo, me dirigía a la carrera –sí, señores, a la carrera– hasta el Banco Continental de San Isidro, avenida Panamá, para cobrar los soles.
Recuerdo que casi siempre iba acompañado por mi hijo Gonzalo, provistos de una o dos bolsas plásticas negras. Cuando los empleados de ventanilla vieron la cantidad que debían pagar, me dijeron tiene que cobrar en el sótano. Y allá fuimos, hacia ese misterioso sector en cuyas puertas había celosos vigilantes, que le preguntaban por todo su currícula, dónde trabajaba y por qué venía a cobrar aquí y a cuánto ascendía la suma y otras sandeces destinadas a hacerle perder el tiempo a uno.
Esa era también la sección donde cobraban los tagarotes dueños de grandes empresas, rodeados de guardaespaldas con grandes maletines.
Tal agitación y concentración de gente se producía justamente los mediados y fines de mes como he recordado y se me imaginaba que por esas fechas también los empresarios buscaban la liquidez necesaria para pagar a sus empleados, por lo que el sótano estaba que reventaba la mayoría de las veces que me tocó ir a cobrar mi quincena.
Cuando al fin llegaba a la ventanilla, el empleado miraba con desconfianza a Gonzalo, decía solo atenderé a una persona, le explicaba es mi hijo que me acompaña, se cerraba en su negativa, luego examinaba el cheque por todos sus costados, lo ponía bajo una máquina identificadora de las firmas, volvía a mirarlo, chequeaba mi firma, me pedía mi documento de identidad, me preguntaba si vivía en la dirección que figuraba en el documento, que era diferente a la del cheque.
Le respondía que no, que la dirección del cheque pertenecía a mi actual domicilio en el distrito del Rímac y que la de la libreta electoral era mi domicilio de Arequipa, que no había cambiado ni iba a cambiar.


Los “ladrillos”
A veces el empleado se ponía a consultar. Cuando toda esa serie de precauciones terminaba al final de una sesión tediosa que se repetía quincena a quincena, sacaba paquetes de billetes nacionales a los cuales nosotros llamábamos “ladrillos” y los iba poniendo delante de la ventanilla.
–¿Tiene algo en que llevarlos? – preguntaba no pocas veces, algunas de ellas tratándose de hacerse el gracioso.
–Sí, he traído esta bolsa –le mostraba el plástico negro.
–Esa está bien –aprobaba.
Luego contaba uno, dos, tres cuatro, cinco millones, a veces seis o siete millones, y cuando el cheque incluía gratificaciones de fiestas patria o navidad, se solazaba ocho, nueve, diez, once, doce millones.
Así, con once o doce o simplemente con cuatro o cinco paquetes, ladrillos, salíamos del sótano, caminábamos rápidamente hasta la calle y allí mismo levantábamos el brazo en busca de un taxi. Los taxistas, que veían y sabían lo que uno llevaba en la bolsa negra también se querían pasar de vivos.
–Solo vamos aquí a la avenida Las Begonias, a la vuelta –le decía para hacerle ver que conocía la zona y no podía alargarme el viaje para cobrar más.
Pero siempre nos cobraban como una carrera larga, como si en lugar de ir a ese cercano lugar de San Isidro, el viaje fuera a ser hasta el Rímac.
Teníamos que resignarnos. Cuando llegábamos a Las Begobias, ya estaban los cambistas de dólares. Cambiábamos nuestros ladrillos de soles o intis por relucientes billetes verdes. Allí mismo, cinco o diez minutos después del engorroso trámite ante la ventanilla del banco, el dinero adquiría su verdadera dimensión. Seis o siete billetes de cien dólares.
Siempre reservábamos un ladrillo para entregarlo a la ama de casa y que sirviera para los primeros gastos de la quincena, pagar algunas cuentas de colegios, compra de útiles, si es que alcanzaba y tratar de estirar la plata hasta donde se pudiera hoy día, porque mañana se compraría la mitad. De modo que era preferible tener la refrigeradora llena que los ladrillos sin tocar.
Después íbamos sacando los dólares. Cambiábamos en el mismo barrio veinte o cincuenta para los gastos de la casa. Y le decía a mi esposa Delia que comprara todo lo que pudiera. De ese modo, siempre teníamos queso y mantequilla que no se malogra en el refrigerador, carne para unos dos o tres días, fruta, algunos paquetes de embutidos, té y café en lata, leche también enlatada y víveres no perecibles.

Como en la postguerra
Me recordaba la época de Alemania posterior a la Primera Guerra Mundial, cuando los héroes de Erich María Remarque, en Sin novedad en el frente y De regreso, sobre todo, llevaban el dinero que podían ganar en carretillas para comprar una hogaza de pan o un kilo de salchichas. Y advertía a mi familia que podían venir tiempos peores.
-¿Peores que éstos? –me reprochaba mi esposa.
Y luego de un silencio.
-¡Y eso que tú no ganas tan mal. Imagínate qué harán las personas que ganan quinientos mil soles mensuales!
Eso era cierto.
La gente que algunos noticieros mostraban en la televisión ya no compraba carne, sino cabezas de pollo para hacerse un aguadito. Buscaba lo más barato y a veces, el horror llegaba al espanto, cuando mostraban a un anciano o anciana con su canasta vacía bajo el brazo, tratando de ocultarse pudorosamente a las miradas ajenas, mientras se inclinaba para buscar las tripas de aves evisceradas que los comerciantes arrojaban en un cilindro con los desperdicios.
Los trabajadores, muchos de los que ganaban solo un millón al mes, señor presidente, se acostumbró a comer uno de los cuatro panes que comía. Se acostumbró a medir la cantidad de fruta que podía distribuir entre los suyos, porque era un producto aún al alcance de la gente.






Las empresas subían sus precios, aumentaban los salarios de la gente en la medida que creían que los nivelaban con la inflación, pero era imposible alcanzarla ni con la mejor buena voluntad ni la más grande de las generosidades.
¡Cómo alcanzar una inflación de siete mil por ciento!

Por esas y otras causas, señor presidente, ya no queremos ser millonarios como en su primer gobierno. Y le rogamos encarecidamente que tenga en la cabecera de su cama, algún libro que le recuerde cómo fue aquel tiempo que usted bautizó como el futuro diferente.
Efectivamente lo fue. Pero por favor, no queremos uno nuevo…

(Ilustraciones tomadas de medios de comunicación limeños)


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