viernes, 12 de septiembre de 2008

Guillermo Thorndike revive a don Raúl


Trabajaron juntos en la fundación
de una exitosa cadena
periodística que aún florece


La lectura en Caretas, de un corto texto que pertenece al periodista y escritor de éxito Guillermo Thorndike, sobre aquel genio del periodismo llamado Raúl Villarán Pasquel, me dan motivo a meter la cuchara en el asunto, porque como diría aquel viejo periodista de espectáculos y sociales Rafael “La sombra” Ruiz, ¡yo lo conocí!
Y no solo eso. Yo los conocí. A los dos, en la misma redacción, en las mismas horas nocturnas de cierre y de furor neurótico en aquello que comenzó como la primera cadena periodística del Perú y que se inició con los diarios Correo.


Guillermo Thorndike, autor de El rey de los tabloides





A Raúl Villarán yo le decía simplemente don Raúl y a Thorndike le decían “el gringo” por su ensortijado y despeinado cabello rubio que, me imagino, ya fue… para convertirse en las canas que no nos perdonan. Pero no lo sé a ciencia cierta porque hace fácilmente unos 40 años que no lo veo. Andamos en distintas cosas.Cuando me llamaron para trabajar en Correo de Arequipa y me pagaron el pasaje de ida y vuelta, viáticos, alojamiento en un hotel del centro, solo para una conversación con el genio, yo trabajaba en el diario El Pueblo, el decano de la prensa del sur.
Quien me pasó el dato diciéndome simplemente Raúl Villarán quiere hablar contigo… en Lima, fue Jorge Hani Legunda, también miembro de la redacción de El Pueblo quien ya había sucumbido a las tentaciones de Correo. Jorge es hoy profesor de periodismo en San Marcos.
Vine a Lima, el ascensor me llevó hasta el séptimo piso del edificio Internacional en La Colmena, donde se encontraban la dirección y la redacción de lo que entonces ya comenzaban a llamar “la cadena”.
Cuando me presenté y pregunté por don Raúl Villarán, me dijeron lo que escucharía mil veces después en otros lugares y por mil motivos diferentes: “Está en una reunión. Tome asiento. ¿A quién anuncio?”.
Se lo dije. No era ya hora de oficina. Era una sala muy amplia, con grandes ventanales que dejaban entrar chorros de aire fresco. Muchos escritorios alineados junto a las paredes exhibían máquinas de escribir flamantitas, no como los armatostes negros que teníamos en El Pueblo.

Don Raúl Villarán Pasquel, el periodista fundador de diarios (Foto Caretas)




Vi entrar y salir de lo que parecía el despacho del director a un gordo rubio y colorado, que antes de fumar acariciaba largamente el cigarrillo entre sus dedos. Así vi por primera vez al gringo Thorndike. Allí también conocí al “Chivo” Humberto Castillo, a Mario Castro Arenas, y a otros periodistas que ya trabajaban para la cadena.
Esperé hasta aburrirme. Un par de horas después, el gringo se me acercó y me preguntó “¿el señor Podestá?”. Le respondí afirmativamente y me dijo la frase que esperaba: “Don Raúl lo espera”.
Entré a una oficina, ni tan grande como me la imaginé ni tan pequeña que le quitara autoridad al gordo, en camisa, con rostro brillante por el calor, que se alzó de su asiento para darme la mano. Me invitó a sentarme frente a él. Así que este era, me decía interiormente, el ”gordo” Villarán, el fabuloso “gordo” Villarán Pasquel, fundador de revistas y periódicos, a quien mucha gente calificaba ya como el mejor periodista peruano. Meses más tarde, él diría que era bien fácil ser famoso en Lima.
-Solo tienes que tener un amigo a quien le digas “no se lo cuentes a nadie”, pero el ministro tal quiere que trabaje con él. Dice que ha leído unas informaciones mías y quiere tenerme en su plantel de prensa. Y lo que ocurre con el periodismo ocurre con lo demás, señor Podestá, con los pintores, los literatos…
En esa primera reunión conversamos de cosas sin importancia, como nos estuviéramos tanteando. Nada de propuestas salariales, condiciones de trabajo y esas cosas. De pronto, me alcanzó unas hojas de papel.
-Esta es la forma-, me dijo, -como vienen las informaciones de provincias. Así no podemos publicarlas. De ellas tenemos que hacer una noticia que el público lea con agrado, con sorpresa, que lo conquiste para que mañana vuelva a comprar nuestro periódico.
Coja una máquina de escribir y voltée esas informaciones como si fueran a ser publicadas mañana. Usted es periodista… Demás está decirle que la velocidad con que se entreguen las informaciones es vital en el cierre de un periódico.
Y me invitó a salir.
Me puse ante una máquina Olympia nuevecita. Puse un papel en el rodillo y ahora sí, comencé por leer los datos que Villarán me había dado para redactar una información. ¡Qué desastre!
No solo eran líneas llenas de contradicciones, sino párrafos incoherentes, con pecados gramaticales que saltaban solitos, con faltas de ortografía y de concordancia. Recuerdo que la primera noticia que tuve ante mí fue la de un campesino que al llegar a su casa fue confundido por su hermano con un ladrón y lo mató de un tiro de escopeta, en una época en que los asaltos y robos abundaban en la zona. Pero la nota estaba tan mal escrita que para entender parte de ella, había que leerla cien veces. No tenía ni quería consultar a nadie para que aclarara el sentido del escrito. Decidí interpretarla y hacer una nueva información, coherente, legible, aunque no se ajustara a lo que el autor original hubiera querido expresar o relatar.De la misma laya eran las otras dos informaciones, todas de carácter policial. Yo era entonces redactor de policiales, por lo que no fue muy difícil concluirlas en unos treinta minutos.
Como el gringo Thorndike pasaba frente a mi escritorio con frecuencia, lo llamé: “Esto ya está listo, señor”, le dije.
El miró su reloj, dio una ojeada a las carillas y se metió en la oficina de don Raúl.
Luego entraron a la misma oficina Mario Castro Arenas, quien sería después director de la cadena, Humberto Castillo y otro a quien no conocía.
Los minutos que pasaron luego, fueron de real expectativa lindante con la angustia. Un conserje llevó sánguches, un cartón de cigarrillos Winston, botellas de gaseosas.
Di varias vueltas por la sala, para calmar la impaciencia, el calor que me agobiaba porque como buen serrano recién bajado a Lima, estaba con terno y corbata.
Finalmente, dos horas más tarde y cuando yo estaba discutiendo conmigo mismo sobre la posibilidad de largarme a la frescura de la calle, salió el gordo Villarán. No me dio tiempo a ponerme de pie. Me puso una mano en el hombro y me dijo asintiendo repetidamente con la cabeza: “No hay caso, ah, no hay caso”.No supe qué quiso decir con esa frase, ni si ella significaba que estaba aprobado o desaprobado.
Se fue en dirección a los servicios higiénicos. Cuando regresó me miró nuevamente sonriente y asintió con la cabeza. Hizo una señal con los dedos como diciendo “espere unos minutos”.
Cuando me llamó a su despacho serían las once de la noche. La redacción estaba vacía y solo el chivo Castillo y Thorndike conversaban cerca de una ventana abierta.
Don Raúl me ofreció un cigarrillo, lo acepté. El también se puso a fumar. De pronto...
-Va usted a asumir el cargo de jefe de informaciones del diario Correo de Arequipa- me dijo de un tirón, y añadió: El sueldo inicial es de 5 000 soles, y conforme el periódico se vaya arriba, le iremos mejorando.
Me quedé mudo. Mi sueldo en el diario El Pueblo era de 1 200 soles y en la televisión, donde participaba en un noticioso de lunes a viernes, era también de 1 200 soles, con lo que redondeaba 2 400 soles, que no era mal ingreso para un recién casado, que esperaba a su primer hijo.
Me dijo que si lo prefería, podría seguir trabajando en la televisión, “porque ese medio no es competencia para nosotros, pero sí debe dejar El Pueblo”. Le respondí que iba a dejar los dos y me iba a dedicar enteramente a Correo. Me agradeció el gesto, me estrechó la mano, llamó a un conserje a quien encargó que hiciera venir al administrador.
-El señor Podestá es el jefe de informaciones de Arequipa, así que haga el papeleo necesario y cubra sus gastos de viaje. El debe estar mañana en Arequipa.

Con el gordo y el gringo
En Arequipa, era enero de 1963, comenzamos a dar forma a las ediciones cero, previas a la salida formal del periódico, en una casa ubicada en la quinta cuadra de la calle La Merced, a pocos pasos de la Cervecería Arequipeña, cuyo gerente, muy amigo de nosotros los periodistas, era don Ernesto Von Wedemeyer.
Cada día las exigencias de la redacción se tornaban más severas.
Villarán y Thordike eran una pareja especial. Ambos esperaban la gran noticia que podría abrir la primera edición sensacional y conquistar al público de Arequipa, cuyas características de lectura y gustos periodísticos, les había hecho conocer frecuentemente en nuestras conversaciones en la redacción.
Villarán respondía, apoyado por Thorndike, que todos los lectores del mundo son iguales, que reaccionan idénticamente ante una noticia y que las noticias ideales para abrir un periódico eran las policiales porque a todos les gusta la sangre y entre las informaciones locales, sus preferidas eran las que mostraran un ángulo interesante, no necesariamente importante.


Raúl Villarán y Luis Banchero Rossi examinan la primera edición de Correo. (Foto Caretas)



El 28 de enero de aquel año salió por fin el número 1 de Correo de Arequipa, precedido por una intensa campaña publicitaria que pintó desde semanas antes, con el color rojo del logotipo del diario, veredas, postes calles, muros, carteleras municipales de propaganda, radios y la única televisora existente en la Ciudad Blanca, el Canal 2.

La imagen de Villarán en la portada del libro de Thorndike (Foto Caretas)




El primer día, las camionetas de distribución del diario, regalaron 25 mil ejemplares en los lugares más concurridos de la ciudad. El segundo día el tiraje bajó a 10 000 porque ya era vendido, el tercer día a 4 000 y el quinto día Villarán salió de una siesta en la dirección del diario, se dirigió a mi escritorio, ubicado en el extremo de la amplia sala:
-Ahí les dejo su periódico. Hagan lo que quieran de él.
Esa misma noche se despidió de nosotros. Nunca volvió a Arequipa. Pero tampoco dijo ni aceptó que su teoría sobre las lectorías de periódicos había fallado en esa ciudad.

El gringo Thorndike duró una par de semanas más. En alguna ocasión nos gritamos por un problema de la redacción y me fui a mi casa con la idea de no volver. Eran las cuatro de la mañana y estaba trabajando desde las diez de la mañana anterior, de modo que me eché un poco la culpa, porque a esas alturas yo también estaba tan nervioso como él. Cuando ingresé a la redacción a las diez de la mañana siguiente el gringo no estaba. Tenía la costumbre de dormir todas las horas que podía y llegaba a la redacción a las cinco de la tarde.
Se consiguió un silbato de guardia de tránsito con el cual hacía un sonido de castañuela con las manos para exigirnos mayor velocidad en nuestro trabajo y cuando le venía la gana, se lo ponía en la boca y daba estridentes pitadas.
Contaba que como no tenía con quién se había puesto a beber una botella de whisky solo en su cuarto del Hotel de Turistas, frente a un espejo que le devolvía el ¡salud, Guillermo! con que animaba su tertulia solitaria.
Se fue un mediodía en un avión de itinerario. Le ofrecimos un almuerzo en un restaurante de lujo en la avenida Zamácola, a medio camino hacia el aeropuerto y él, con esa vena humorística que le era tan frecuente nos dijo:
-Ya sé por qué estamos almorzando aquí… Me quieren tener cerca del aeropuerto para que no me arrepienta y regrese a la ciudad.
Nos miró.
-No lo voy a hacer- dijo luego y levantó su vaso de cerveza para decirnos salud.
En esa ocasión me ungió como su sucesor. Haciéndose el ceremonioso me entregó el “pito del mando”, dijo cuando me puso en las manos el silbato de policía de tránsito, que desde entonces y hasta que me lo birlaron, utilicé en la redacción para agilizar el trabajo.
Por la prensa supe de las obras que escribió, comenzando por El año de la barbarie, al que siguieron otros muchos, entre ellos Grau, que me parece su obra maestra y ahora, entrega El rey de los tabloides, dedicado al diario Última Hora y a Raúl Villarán.
En un artículo que escribí en la Gaceta de la Ocma, en octubre de 2006, recordé a don Raúl Villarán y al gringo Thorndike.

Don Raúl, en una actitud característica. (Foto Caretas)




Entre otras cosas dije: “Guillermo Thorndike tenía un respeto reverente por Raúl Villarán Pasquel, aquel monstruo del periodismo peruano que creó numerosos diarios de éxito, algunos de los cuales, subsisten hasta la fecha”. Esa frase puede repetirse hoy y no perderá actualidad.
Agregué: “Le tocó (a Thorndike) ir a Arequipa, donde trabajamos juntos durante varios meses, antes, durante y después de la aparición de Correo de esa ciudad, ocurrida el 28 de enero de 1963. Lo veo ahora en aquella redacción de la calle La Merced, taconeando enérgico en el piso enmaderado, fumando incansable cigarrillos rubios, examinando las carillas que se le presentaban, mover negativamente la cabeza, sentarse ante una máquina de escribir y convertir una nota sin importancia en una información con todos los ingredientes que la convertirían en noticia de primera”.
Ahora no moldea noticias sin importancia. Ahora hunde sus manos en la arcilla de la historia para rescatar acontecimientos y personajes que no deben escaparse a la memoria colectiva.
¡Qué bien, Guillermo, que lo hayas hecho con don Raúl!


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