jueves, 23 de junio de 2011

Nos dejó el flaco Alatrista



Fue uno de los periodistas
más exitosos de La Prensa



Estábamos en trincheras diferentes pero trabajamos para el mismo diario. Eran los años 55 y algo más, cuando desde la corresponsalía de La Prensa en Arequipa, comencé a conocer a quienes, desde otras latitudes del Perú, contribuían con su tarea periodística al éxito de ese diario, durante la era de Pedro Beltrán Espantoso.




Oí hablar de
Germán Alatrista bustamante desde entonces y muchos años después, ya en la batalla gremial de la Federación de Periodistas del Perú, lo conocí personalmente.


Desde entonces, para mí fue “el flaco Alatrista”. Ahora que veo algunas de sus fotos, compruebo que no sé desde cuánto tiempo antes de su muerte, ocurrida ayer, 22 de junio de 2011, dejó de ser flaco.

Por lo que he leído, desempeñaba la presidencia de la Sociedad de Beneficencia Pública de Cusco, la ciudad que –también recién me entero– lo enamoró hasta hacerlo quedar de por vida entre sus calles y muros de piedra milenarios.





En una ceremonia pública

Lo traté pocas veces. Cuando yo comenzaba a desempeñarme en el oficio en Arequipa, él hacía lo mismo en Cusco. Supe por los que manejaban la redacción central en Lima, que en otras ciudades del país, La Prensa había establecido corresponsalías que eran verdaderas minirredacciones, con la cantidad estricta de personal para que la ciudad que representaban tuviera una presencia diaria en la prensa nacional.

Mientras nosotros hacíamos esa tarea en Arequipa, el flaco Alatrista la hacía en Cusco. Después nos encontramos en varios congresos de la Federación de Periodistas, en diferentes trincheras, repito, porque siempre fue y no dejó de ser aprista de la vieja escuela.

Una mañana en Arequipa –me parece que alrededor de los 80s– nos encontramos frente a frente en la primera cuadra de la calle Puente Bolognesi, justo en la puerta de lo que fue la salchichería de Zanca y adonde yo me preparaba a entrar para rendir homenaje a un par de aquellos emblemáticos sánguches.

Nos abrazamos efusivamente. Entramos al establecimiento y me dijo sin rodeos que iba a pedir una copa de pisco para rociar el sánguche. Le dije que era muy temprano para cualquier trago porque mi religión y mis hábitos solo me permiten bebidas alcohólicas después de las 12 del día.

–Para el pisco no hay hora ni tiempo. Es peruano–, me respondió.

Y me exigió que, a riesgo de cometer un sacrilegio, bebiera mi cerveza para acompañar el pan con salchichas, a lo cual yo le respondí que por esta vez, iba a romper la tradición e iba a convertir esa reunión en un desayuno alemán, es decir, salchichas, pan y cerveza.

Presidente de la Beneficencia del Cusco

Después nos vimos ocasionalmente. En alguna ocasión, cuando él y yo trabajábamos en Lima, en diferentes medios, me dijo que agradecía el estar en esta ciudad. Fue confidencial: “Aquí me siento bien, con un trabajo digno, con buen trato, condeseos de desarrollarme y hacer felices a los que me rodean”.

Así lo hizo. Ya no aquí, en la gran capital, sino en el Cusco que amaba tanto. Le perdí la huella, pero sé que la dejó en obras que contribuyó a materializar desde los cargos que ocupó, ya fuera en el periodismo, en la universidad, en la Beneficencia.

Leo en uno de los tantos obituarios que ha provocado su desaparición, que el flaco Alatrista tenía el proyecto de construir en el cementerio cusqueño un mausoleo para los periodistas: “Si tantas veces nos hemos peleado, es justo dormir juntos y en paz, hermano”.

Y ahora que ya no está entre nosotros, me vienen a la memoria unas palabras pronunciadas por alguien que no recuerdo: “Todos tenemos que morir, pero es una pena que él se haya muerto”.



Luis Eduardo Podestá




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