martes, 5 de febrero de 2008

La rebelión olvidada

Hace 33 años se produjo una de las grandes convulsiones del siglo pasado en la ciudad de Lima. Extraña que alrededor de ella se haya echado hoy un manto de silencio.


La noche anterior había llegado de Arequipa, donde pasé mis vacaciones y ese día, martes 5, debía reintegrarme a mi trabajo en el diario Correo.

Mi hora de entrada eran las 10 de la mañana y a las 9.30 estaba en un paradero de la avenida Alcázar para abordar el ómnibus o microbús que me llevara a la avenida Garcilaso de la Vega donde se hallaban las sedes de los diarios Correo y Ojo. Normalmente tardaba entre 10 y 15 minutos en el viaje.


Me detuve a mirar las portadas de los periódicos en un quiosco situado frente al paradero. No vi nada extraordinario, pero noté la curiosidad de las personas que hacían lo mismo. Una de ellas exclamó de pronto: ¡Hace dos días que los tombos están de huelga y estos mierdas no dicen una palabra!


Los tombos eran, si no lo sabe, los policías y los mierdas los periódicos que no publicaban una letra. Eran tiempos difíciles para el periodismo libre. La prensa en su totalidad estaba amordazada por el régimen del general Juan Velasco. La gente decía de los periódicos que estaban ‘parametrados’, ya que uno de los ideólogos del movimiento militar que gobernaba el Perú había dicho antes que “se permitía la libertad de prensa dentro de los parámetros” que lo permitieran los fines de la revolución.


Así, pues, cuando se produjo una huelga policial en reclamo de mejores haberes, la prensa en general, en acatamiento de aquel parametraje guardó silencio pues cualquier información podía dañar los fines de la revolución velasquista.



Las turbas de exaltados se diseminaron por toda la ciudad





Mal que bien, pude abordar un ómnibus y supuse que el comentario del anónimo lector había sido una exageración. Una huelga de policías con las consecuencias que ello pudiera acarrear no podía silenciarse. ¿O sí?


Cuando llegué al centro de Lima, al crucero de las avenidas Tacna y La Colmena, había una descomunal congestión vehicular, a tal extremo que preferí bajar del ómnibus y hacer a pie las cuatro cuadras que faltaban.


Óscar Cuya Ramos, el jefe de informaciones, hoy desaparecido, me vio llegar y casi dio un grito de emoción:


–¿Vas a trabajar?


–Claro, para eso estoy aquí.


–Creí que seguías de vacaciones.


Tomó el teléfono, llamó a fotografía y ordenó que un fotógrafo me esperara en la camioneta, que ya estaba lista para salir. Con el mismo tono emocionado, corre, hermano, hay un tiroteo en Radiopatrulla.


Radiopatrulla está en el distrito de la Victoria y era uno de los cuarteles más grandes de la desaparecida Guardia Civil, rama uniformada de la Policía que, con las otras dos fuerzas policiales, la ex Guardia Republicana y la Policía de Investigaciones, formar lo que hoy es la Policía Nacional del Perú.

Intervienen los tanques



En el camino, el fotógrafo Revilla me iba enterando de lo que había ocurrido. Una huelga policial estaba a punto de ser sofocada esa mañana por tropas de la división blindada del ejército, que empleó sus tanques para derribar las puertas de Radiopatrulla, pasar por encima de los coches patrulleros estacionados en el patio principal y ametrallar a los policías que les hacían frente con sus armas cortas.




Una tanqueta del ejército patrulla la avenida Emancipación. En la vereda hay un muerto y un herido que se desangra







Hasta las aproximadamente 10.15 de la mañana, cuando nos acercábamos a Radiopatrulla se escuchaban tiroteos en las zonas adyacentes de esa dependencia.


Al llegar a la plaza Manco Cápac, a unas ocho cuadras del cuartel de Radiopatrulla, grupos de manifestantes lanzaban consignas amenazadoras. “¡Abajo la dictadura!”, “¡Viva la Guardia Civil!”.




Cuando vieron la camioneta del periódico donde yo estaba con el fotógrafo, vinieron hacia nosotros. Me di cuenta de que era un vehículo peligroso. Era un jeep con todo el color y la apariencia de un vehículo militar. Bajé del coche y esgrimí mi libreta de apuntes. ¡Periodistas, periodistas!, grité sin mucha fe porque sabía que abundaba la gente a la que le gustaría hacernos pasar un mal rato.


Felizmente, alguien entre los exaltados entró en razón y gritó, déjenlos tranquilos, ellos no tienen la culpa. Al parecer distinguía entre los trabajadores de la prensa que éramos nosotros, los que hacíamos calle, y los dueños y directores, inclinados hacia el gobierno militar.


El chofer Palomares, quien vivía en el puerto del Callao, me dijo que se iba a llevar el vehículo porque si lo veían en cualquier sitio del centro eran capaces de quemarlo. Le hice una señal de asentimiento y nos encaminamos, el fotógrafo y yo, hacia donde parecía librarse una batalla interminable.





Un saqueador






Un piquete de soldados en la avenida 28 de julio a dos cuadras de la plaza Manco Cápac nos impidió el paso. Fingimos acatar sus órdenes. Revilla me dijo que se iba por su cuenta, y luego de separarnos, yo tomé una calle lateral para acercarme, luego de dar un rodeo, a un bloque de viviendas cercano a donde se libraba el tiroteo.



Al parecer, unos policías habían logrado escapar de la arremetida militar y hostilizaban a los soldados desde distintos lugares elevados, ocultos en edificios y casas de las inmediaciones de Radiopatrulla. En un momento, luego de acercarme para ver qué ocurría, debí lanzarme al suelo de un jardín, junto a otras personas que formaban pequeños grupos de curiosos, porque los soldados comenzaron a disparar ráfagas de ametralladoras en nuestra dirección.


Uno de mis ocasionales acompañantes, al parecer vecino del barrio, comenzó a contarme lo que había visto.


“En la madrugada han atacado con todo a los tombos”, dijo, “y debe haber muchos muertos. Les han dado sin compasión después que los tanques entraron destrozando las puertas. Los tanques han comenzado a disparar desde lejos, hermano. Mira las huellas que han dejado los cañonazos en los torreones”.



Miré y en efecto, aparecían huellas de los impactos en la masa gris de los torreones, desde donde, me contó el desconocido, habían querido parar a los tanques con disparos de fusiles, metralletas y pistolas, que no llegaban a arañar el blindaje de las máquinas del ejército.


Unas dos horas más tarde, soldados con el fusil en ristre, comenzaron a ahuyentar a los curiosos. Me cuidé de ocultar mi libreta de apuntes.


Dos horas más tarde, buscaba al fotógrafo Revilla por todo lado y al no encontrarlo emprendí el regreso, grabando en mi memoria todo lo que había visto. No había ningún vehículo de servicio público en ninguna calle. Cuando abandoné mi posición de observador en el jardín de esa casa cerca de Radiopatrulla, creí que avanzando un poco hacia el centro, podría encontrar un carro que me llevara cerca de mi periódico.


En la plaza Manco Cápac me senté en un banco para descansar, anotar lo que podía escaparse de la memoria y reemprendí el camino.


Caminé por la avenida 28 de julio y sudoroso, bajo el tórrido mediodía de verano, doblé por Garcilaso de la Vega y entonces percibí con toda claridad el estampido de disparos de fusil.


Al llegar a la avenida España, comprobé que los disparos provenían de la cuadra donde se encontraba Correo. Me oculté detrás de un poste de hierro. Había algunas personas cerca que me aconsejaban tirarme al suelo como ellas. Seguí caminando de poste en poste por la acera opuesta. Entonces vi una enorme columna de humo negro. No lograba acertar de dónde provenía.

Querían quemar todo

Un hombre que estaba tendido cerca del poste desde donde yo trataba de localizar el origen del humo, me dijo es el casino de policía – que quedaba justamente frente al local del periódico – y otro le dijo no, el fuego es en el Centro Cívico.



Seguí trotando, me ocultaba en los huecos de las puertas y detrás de los postes. De pronto los disparos cesaron. De donde no supe jamás, salieron decenas de personas que gritaban lemas contra la dictadura, se agruparon para marchar en alguna dirección que no me interesaba. Yo quería llegar a mi periódico a escribir lo que había visto aunque no fuera publicado.


Cuando llegué a la puerta principal estaba cerrada. Me dije debo ir por la puerta posterior, que daba a la entonces callecita Jacinto López, angosta y descuidada, por donde salían los vehículos del periódico. En la esquina de Garcilaso y Bolivia, habían destrozado una enorme ventanal del centro cívico y del interior sacaban muebles, cuadros, papeles, todo cuanto pudiera servir para armar una fogata, que ardió un minuto más tarde en medio de la calle.


Pero yo quería llegar a mi periódico. Y al llegar mi sorpresa no tuvo límites. Por la puerta de salida de vehículos los trabajadores sacaban muebles, archivadores metálicos, escritorios, todo lo que podían salvar. Me acerqué más y me introduje en un caos espectacular. En medio del patio de cemento estaban amontonados los muebles que podían salvarse. Una sección del local, construida de material prefabricado, donde había algunas oficinas y el comedor, ardía como una antorcha alimentada con gasolina.


Con alguien que me dijo que lo ayudara, sacamos a un canchón de la calle Jacinto López, el archivador que queríamos salvar. El canchón que daba alojamiento a los enseres del periódico pertenecía a Sinamos, el odiado organismo que trataba de llevar adelante la movilización social que el gobierno quería implantar al estilo de la soplonería cubana de cada cuadra y que se había infiltrado en todos los organismos estatales con el pretexto de realizar la obra social y de desarrollo que el gobierno proyectaba.


Allí dejamos el archivador metálico que habíamos salvado. El edificio entero, desaparecida bajo cenizas la sección prefabricada, ardía en ese mediodía trágico, cuyas columnas de humo se sumaban a otras que en varios sitios de la ciudad, anunciaban que la cólera popular se había ensañado con edificios estatales y a veces con lo que no debía, por ejemplo, el edificio del ministerio de Educación, de cuyo vestíbulo desapareció una de las famosas pinturas de Teodoro Núñez Ureta.


Como era normal en un régimen de fuerza, bajo un estado de sitio y toque de queda, se dio una represión indiscriminada, cruel y desproporcionada que quizá quiso sentar un escarmiento y abatió a balazos a saqueadores e inocentes durante tres días.


Como a las tres de la tarde de aquel 5 de febrero, Hugo Neira, intelectual nombrado director de Correo por la dictadura, hoy director de la Biblioteca Nacional, nos dijo a quienes estábamos reunidos en el patio observando las cenizas humeantes: “No crean que el gobierno va a venir en auxilio por esta pérdida. Hay otros muchos asuntos más graves que el gobierno tiene que atender”.


No debíamos hacernos ilusiones.


Recuerdo aquel 5 de febrero porque fue una fecha aciaga en medio de una dictadura incapaz de dialogar, y porque es deseable que no vuelva a producirse jamás algo igual.

Cambio de guardia


La revista Caretas, en la introducción de un artículo escrito por Enrique Zileri Gibson, dijo de aquel acontecimiento:

“Esta semana, en la que invasiones de tierras promovidas por elementos del propio gobierno han generado conatos de violencia masiva, coincide con el `Limazo' de 1975 -esa orgía de vandalismo y saqueo desaforado que demostró que las grandes ciudades de países como el Perú, en las que el bienestar y la miseria contrastan dramáticamente, la química social es inestable y el estallido siempre posible si se juega irresponsablemente con las ilusiones legítimas de la gente”.



El 29 de agosto de aquel año, el general Francisco Morales Bermúdez, remplazó a Juan Velasco, mediante un pronunciamiento militar desde la ciudad de Tacna, al extremo sur del Perú. La dictadura militar iniciada en 1968 duraría cinco años más. Si la huelga policial fue uno de los detonantes del golpe de estado de Morales Bermúdez contra su camarada de armas Juan Velasco, es un asunto sobre el que no se han puesto de acuerdo los historiadores.

Sí coinciden en que las cifras de muertos de aquel 5 de febrero superaron las cien víctimas y más de mil heridos, y que como jamás en la historia de la capital peruana, se produjo un saqueo de tales dimensiones, que dio lugar a una sangrienta represión de las fuerzas armadas, el establecimiento de toques de queda que angustiaban a la población y mantenimiento de un estado de emergencia según el cual, ningún ciudadano tenía garantías para vivir y desempeñarse en la sociedad.


Los periódicos se conquistaron la animadversión de los lectores, porque un hecho de tanta trascendencia, nunca debió ser silenciado. Motivos m.as que suficientes para reflexionar sobre las dictaduras y sus efectos.




(Las fotos han sido tomadas de la revista Caretas, edición de la época)

3 comentarios:

César Terán Vega dijo...

Un pueblo que no conoce su historia, o que olvida su pasado está, condenado a repetir sus fracasos. Excelente crónica Luis Eduardo. El lector tiene que notar lo atroz de aquellos momentos. Los medios de prensa estaban sordos,mudos y ciegos,mientras la capital del país estaba a punto de estallar en sangre y fuero.

Anónimo dijo...

Gran amigo, Luis Eduardo Podestá:
Leí con mucho interés tu artículo-memoria sobre el 5 de febrero. Casi todo lo que ahi afirmas es cierto, salvo por una pequeña omisión: no nos dices que quienes promovieron esa asonada, fueron cuadros del Apra que, gasolina en mano, ingresaron a Correo, nuestro centro de trabajo. Las mismas turbas, habían intentado antes, vanamente, ingresar al Centro Cívico para incendiar el edificio. Allí funcionaba el "odiado", como lo llamas, Sinamos y allí trabajaba yo, en el día. Y esa mañana me encontraba, precisamente, en mi oficina del segundo piso. Felizmente la rápida reacción de un comandante FAP, que ametralló, para amedrentar, al cielo, evitó una masacre mayor. Antes de dirigirse a Correo, la turba aprista ingresó a los sótanos del Centro Cívico e incendió el modernísimo auditorio, que había sido inaugurado a toda pompa, unas semanas atrás. La misma turba, luego de dejar en cenizas a Correo se dirigió a Expreso y esa es otra historia. Anoto una anécdota a lo que pasó en Correo. Como recordarás, el buen Domingo Escobar era el prestamista ante quien todos resbalábamos antes de cada quincena. Él era el que nos daba la movilidad. Manejaba la caja chica de la redacción. Al ver el fuego en Correo, yo también corrí para ayudar a salvar algo y vaya que lo hice. Cuando subía, raudo, al segundo piso, me encontré que Domingo, apoyado por el "cholo" Orozco, empujaba con esfuerzo una gaveta metálica. Me sumé al esfuerzo y entre los tres cargamos esa especie de caja fuerte, hasta el fondo del patio. Cuando pasó el fuego, se apagaron las cenizas y la calma retornó al ambiente, pude advertir que Domingo respiraba tranquilo al ver que su famosa lista, donde aparecíamos los deudores permanentes, se había salvado del fuego dentro de esa gaveta que a gritos había ayudado a salvar. Mira tu.
Recibe mi abrazo ayacuchano.
Tu pata de siempre
Edwin Sarmiento Olaechea

Anónimo dijo...

Estimado LEP:
Felicitaciones por tu emocionante evocación de aquel aciago 5 de febrero. Desafortunadamente la "gran" prensa de nuestros días está más parametrada que durante la dictadura doceañista -no por culpa de sus trabajadores, sino de sus dueños.
Un gran abrazo.
Teófilo Caso Oré. Comas 08.02.08