miércoles, 18 de enero de 2012

La Lima del pollo en canastitas

Eran los tiempos en
que el alcalde peleaba
por abrir el "zanjón"

Una de las primeras gratas impresiones que tuve cuando "bajé" a Lima –que hoy 18 de enero está de cumpleaños–, allá por la década de 1960 para trabajar en un diario de la capital, fue la presentación del pollo a la brasa, sabroso potaje que se servía en canastitas o pequeños cestos tejidos con tiras de caña o carrizo.



Las canastitas pasaron al olvido

Además, le ponían a usted un depósito con agua tibia y limón porque, como no había cubiertos, era obligatorio agarrar al pollo y su guarnición de papas fritas con las manos, las que, obviamente, había que lavar al final de la contienda gastronómica.

Recuerdo que aquella circunstancia era motivo de chistes como aquel que afirmaba que los paisanos "recién bajados" de la cordillera, al final de la comida reclamaban airados que la limonada estaba sin azúcar.

Era un rito muy simpático y sabroso por cierto. En la décima cuadra de la avenida Brasil, si la memoria no me falla, el dueño del establecimiento se acercaba a darle la bienvenida, a elogiar la nueva receta con que asaba los pollos –después confesó que era un agregado de sillau con que daba una brochada al pollo que giraba sobre las brasas– lo cual los convertía en los más sabrosos de Lima, según él.

El pollo a la brasa era entonces una suerte de plato nacional, en determinado momento llegó a ser incluso más popular que el cebiche, actual monarca de las gastronomía criolla.

Ahora viene muy acompañado

En la avenida La Colmena, a pocos metros de la plaza San Martín, tuve la ocasión de ver a dos choferes colectiveros –de allí salían los colectivos al puerto del Callao–, cada uno con su pollo agarrado de las patas, disfrutar a mano alzada del manjar que tenían mientras esperaban que se llenaran sus coches.

Eran los tiempos en que don Luis Bedoya Reyes, alcalde de la Ciudad de los Reyes, peleaba con los propietarios de las enormes residencias que existían en los bordes de lo que era el Paseo de la República, que finalmente iban a ser expropiadas por la Municipalidad a favor del "zanjón" -la Vía Expresa- que disfrutamos hoy para acortar distancias entre los distritos de la Costa Verde y el Centro.

Por ese entonces, la Granja Azul, un pintoresco restaurante de Santa Clara, convocaba a un singular concurso, según el cual usted podía comerse todos los pollos a la brasa que pudiera, y si llegaba a cierto tope, se iba sin pagar un sol por el consumo.

Dan vueltas sobre brasas de algarrobo

Hubo muchos que fracasaron en el intento, aunque soltaran todos los puntos de la correa y se aflojaran la cintura del pantalón, pero conozco a un distinguido abogado y periodista arequipeño que puede ostentar hasta hoy el título de haber dado buen fin a cuatro pollos.

Su secreto, dijo más tarde, era no probar ni una pizca de pan con que la Granja Azul adornaba la mesa, y sí comer con calma, mucha calma, y, en los intermedios, que fueron muchos, regar los bocados de pollo con generosos tragos de vino.

Por supuesto, hay miles de otras cosas y situaciones que vivió la Lima de Bedoya Reyes, pero en general, como todo tiempo pasado fue mejor, pensemos que dejó algunas dignas de recuerdo, como aquella en que el pollo –no el cebiche– era el plato nacional de ricos y pobres o, en todo caso, ambos compartían los honores: el cebiche era el plato del mediodía y el pollo el rey de la noche.

Luis Eduardo Podestá


Nota - Una versión de este artículo fue publicada por el diario El Peruano el 18 de enero de 2012

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