domingo, 13 de abril de 2008

El cronista César Vallejo que poco conocemos


70 años de inmortalidad

Algunos periodistas que recordamos en febrero de 1992 los cien años del nacimiento de César Vallejo, nos toca hoy evocar el 70º aniversario de su tránsito hacia la inmortalidad. Entonces como ahora, recordamos sus versos torturados y torturantes “Aparta de mí este cáliz”, sus “le daban duro con un palo y duro también con una soga”, sus “Y el hombre, pobre, pobre” y finalizado que hubo ese martirio, vemos su imagen rodeada por la gloria de su eternidad.
Este 15 de abril, resonará de nuevo y con mayor razón aquel “me moriré en París con aguacero, un día del cual guardo ya el recuerdo” cuando las instituciones del Perú recuerden el jueves lluvioso en que el poeta más grande que tenemos dejó este mundo.
Pero ahora nos toca recordar al poco conocido Vallejo periodista, que envió desde París artículos para su publicación en el diario El Norte de Trujillo, o las revistas Variedades y Mundial.
Creo que merecen conocerse, ochenta años después, lo que el poeta escribió para informar a sus semejantes, la forma como vio los acontecimientos que describe, con lenguaje no ajeno al periodismo pero tampoco privado de su vena poética, demostrativo de su enorme cultura.



A

Monumento a César Vallejo en el centro de Lima



Vallejo o los editores de Mundial, número 385, del 28 de octubre de 1927, incluyeron una sumilla precedente al texto. Les obsequio a continuación, Los funerales de Isadora Duncan. En próximas entregas les enviaré La flama del recuerdo. En la Academia Francesa y La vida como match, que guardaba en mi archivo y de donde deben salir para no solo sumarme al homenaje que el Perú rinde al poeta, sino para dar a conocer una faz de su actividad que quizá no era conocida por muchos compatriotas. He incluido algunas notas, la procedencia y las fechas en que tales crónicas fueron publicadas en el Perú.

Desde París

Los funerales de Isadora Duncan

Por César Vallejo

El evangelio de una primitiva de California. - La bailarina de los pies desnudos. - La gran artista y la mujer dramática. - Una Invitación a Maeterlinck para engendrar un genio. - Esposa de Mr. Singer y esposa de un poeta proletario. - Suicidio de un marido y ahogo de los hijos en el Sena. - Un tremendo caso esquillano. - El misticismo pagano de la carne. - Vida y muerte de aquella que reveló en frisos Inmortales el espíritu de la música.

París, setiembre de 1927.
A esta hora están quemando en el Columbarium de París un cuerpo natural. Mientras
cuarenta mil unidades de la Legión Americana, desfilan del Arco del Triunfo al Hotel de Ville, están a esta hora quemando en el cementerio del Pére Lachaise, las últimas falanges y los postreros carpos del cuerpo, mediano y regular, de Isadora Duncan. Suenan, por el anverso de la vida, del lado de los cowboys, vencedores de Verdún, bombos de primera y tibias bárbaras y resuenan, por el reverso de la vida, del lado de la artista caída, las sinfonías de duelo de Chopin y de Beethoven. La orquesta de Valvé está a esta hora acompañando al cuerpo de la mujer más rítmica del mundo a danzar, entre llamas verdaderas, el número más rojo y más cordial de las esferas. Raf Lawton ejecuta luego el Concierto en Re de Bach...
Son los funerales, castos y sonrosados, de Isadora Duncan. La pira griega recibe alegremente un leño antiguo, familiar por la estatura, rico en esencias combustibles. Son los funerales, castos y dionisíacos, de Isadora Duncan.
Al resplandor del fuego en que ahora está ardiendo el cuerpo, humano y regular, de Isadora Duncan, vemos con nuestros ojos, humanos, regulares, que es carne y nada más cuanto ha sido la bailarina de los pies desnudos. Ni figura de los vasos griegos ni estatua de Tanagra. Ni velos ligeros ni arabescos. Tampoco bajorrelieve antiguo ni la musa que juega a los huesecillos sobre los arenales de Salamina. La bailarina de los pies desnudos fue sólo carne viva, acto caminante y orgánico del universo. ¿A qué más sino a carne puede aspirar el ritmo universal? La más dinámica estatua del friso más perfecto, no vale en euritmia una corriente de sangre que riega la segunda cabeza de un monstruo de carne y hueso. Y en Isadora Duncan fue la carne más carne, el hueso más hueso, el dolor más dolor, la alegría más alegre, la célula más dramática: todo para violentar la inquietud del ser humano y para hacer la vorágine vital más dionisíaca.
Isadora Duncan fue la bailarina más grande de la época y la mujer más trágica de todas las mujeres. "La prodigiosa aventura de esta joven americana -dice André Levinson- misionera de una estética nueva, no admite rival en la historia de la danza y aún del teatro. La venida al mundo de Isadora Duncan fue como la realización de uno de esos sueños que a menudo consuelan a los hombres, en las horas sombrías de la historia: el retorno a la edad de oro, la promesa del paraíso recuperado, en fin, aquel "estado de naturaleza" que Juan Jacobo Rousseau había imaginado. Ella venía a liberar al instinto de las trabas que le opone la civilización y a hacer triunfar la emoción espontánea de la convención razonada". Y Fernand Divoire añade refiriéndose a la vida circunstancial de la artista: "En verdad, Isadora Duncan, para todos los que la conocieron, estaba desde hacia tiempo muerta. Esta mujer, cuya voluntad y aspiración no fueron sino un inmenso impulso hacia la belleza, hacia la Libertad y hacia la Juventud, había visto quebrarse de un solo golpe todas las fuerzas de su vida, el día que un automóvil cayó en el Sena, ahogando a sus tiernos hijos, Patricky Deardree. Desde aquel día, la vida de la Gran Bailarina no fue más que un suicidio largo, voluntario y tenaz..."
Estos dos párrafos de Divoire y levinson sintetizan lo que ha sido Isadora Duncan: la creadora de la danza moderna y la mujer dramática por excelencia. Norteamericana de San Francisco, penetró en el espíritu dionisíaco de la danza pagana, bailando al pie del mismo Acrópolis. Al presentarse, por la primera vez, en París, en 1903, predicó toda su estética en estas breves palabras: "lo que es contrario a la naturaleza no es bello". Su aparición en el Theatre Sarah Bernhardt revolucionó la plástica y el movimiento académico. Casó con Mr. Singer, el célebre fabricante de máquinas de coser. Atacó, en la persona de las bailarinas de corset, a todo lo que es artificio elaborado. Dirigió a Maeterlinck una carta, invitándole exabrupto a crear con ella un hijo, que tuviese el genio de sus dos procreadores. Bailó por primera vez lo que antes se creyó que no era bailable: las sinfonías de Beethoven, de Brahms y Chopin y los lieder de Wagner. (Yo la ví en su último recital del Teatro Mogador, en julio de este año, bailar -con ya moribundo brillo- la Sinfonía Inacabada de Schubert y Tannhauser). Luego viajó por Viena, Berlín, Budapest, Moscú, donde se casó con Sergio Essenin, el poeta comunista, que después suicidóse en 1925. Todos sus hijos perecieron ahogados en el Sena. Murió ahorcada por un velo, recorriendo en automóvil y a ciento veinte caballos de fuerza, la luminosa Costa Azul, una tarde de estío de 1927. Su cuerpo, envuelto en una túnica violeta, fue quemado en el Columbarium de París, entre lises, rosas y margaritas y a los sones de un coro de canéforas. Biografía, como se ve, digna de una tragedia de Esquilo.
Isadora Duncan acaba, de este modo, en un poco de humo ligero y otro poco de ceniza. Pero la tierra retiene para siempre el latido de sus pies desnudos, que ritman el latido de su corazón.
(Mundial, N. 385, 28 de octubre de 1927).

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